La decisión de apuntar todo lo que es revelador

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Efrén CALLEJA MACEDO


Abril 30, 2018

¿Qué hay detrás de un proyecto monumental de recuperación de la memoria urbana?, ¿a qué se debe renunciar o qué se debe decidir para llevar adelante el registro de las voces y las historias que se entrecruzan en las esquinas, las fondas, los bares y las discusiones callejeras?, ¿cómo convive esa iniciativa existencial con las memorias y los conflictos individuales? Quizá sea algo parecido a enfrentarse con el Puente del último suspiro de San Juan de Ulúa, en Veracruz, llamado así porque quien lo cruzaba decía adiós a la vida, a un tipo de vida, para adentrarse en tiempos y espacios regidos por reglas ajenas a las de la comunidad.

Joe Gould cruzó ese puente metafórico y Joseph Mitchell lo siguió durante una larga etapa para dar cuenta de ello, como se lo explica al lector que se adentra en El secreto de Joe Gould (Quinteto, 2010): "Este libro consta de dos visiones del mismo hombre, un alma perdida llamada Joe Gould. Ambas fueron escritas por mí para la sección Perfil del New Yorker. Escribí primero El profesor gaviota, que apareció en el número del 12 de diciembre de 1942. Veintidós años más tarde, en 1964, escribí la segunda, El secreto de Joe Gould, que apareció en los números del 19 y el 26 de septiembre de 1964".

Durante las dos décadas que corrieron entre perfil y perfil, el periodista trenzó una relación de encuentros, desconfianzas y descubrimientos con Joseph Ferdinand Gould, un vagabundo que, entre la errancia y los pleitos, aseguraba estar escribiendo la Historia oral, una obra monumental que daría cuenta de miles de diálogos, situaciones, anécdotas, reflexiones y acontecimientos triviales registrados por Gould, quien había decidido que se "pasaría el resto de la vida recorriendo la ciudad, escuchando a la gente -sin su permiso, si hacía falta- y apuntando todo lo que a mí me pareciera revelador, por muy idiota, vulgar y obsceno que pudiera sonarles a otros". Para que nada le quitara el tiempo, Gould determinó: "La idea de la Historia oral se me ocurrió alrededor de las diez y media. A eso de las once me levanté, fui a una cabina telefónica y renuncié a mi empleo". A partir de ese momento se convirtió en vagabundo, nada le importará, porque "todo lo demás es basura".

Así, el novel historiador se dedica a vivir de los demás y a pedir "donaciones para la Fundación Gould". Come de lo que le regalan, duerme en albergues y se viste con lo que desechan los demás. Día tras día va garrapateando cuadernos que oculta en los sitios más inverosímiles para evitar que su arduo trabajo pueda sufrir los efectos del clima o la desaparición. El mundo debe recibir la Historia oral y él se encargará de proporcionársela.

Entre una cosa y otra, incordia a los cantineros, recita poemas que desbaratan los ambientes festivos y perfecciona su conocimiento del idioma gaviota, del cual da una que otra exhibición, no siempre del gusto del público.

Pero ¿por qué un periodista escribiría dos perfiles del mismo personaje y, además, con veintidós años de distancia entre uno y otro? La respuesta es una bisagra entre los dos sujetos que conviven en JoeGould: el historiador obsesionado con la minuciosa documentación de todo lo audible para mostrar que "la historia de una nación no está en los parlamentos ni en los campos de batalla, sino en lo que las gentes se dicen en días de fiesta y de trabajo, y en cómo cultivan, se pelean y van de peregrinación"; y el hombre empecinado en recrear en todas las versiones posibles la relación con su padre y las muchas maneras en que la infancia puede ser agobiada por la fuerza bruta y el maltrato sicológico.

Así, en el primer texto, publicado en 1942, el cronista hace su propia Historia oral de Gould: describe la fachada ensamblada con desplantes inesperados, verbalizaciones exageradas, promesas apoteósicas, anécdotas con moralejas y objetivos monumentales. Hay intersticios, anuncios, temores… pero todo gira en torno al desfachatado mausoleo que el vagabundo se ha autoerigido.

En la publicación de 1964, Mitchell narra su recorrido por el interior de Gould: sufrimientos reales, evasiones calculadas, memorias soterradas, temores permanentes… paso a paso, el cronista desentraña las entretelas de dos verosimilitudes: la de Joe Gould y la del primer perfil publicado en New Yorker.

En ambos casos, el personaje y el cronista recorren su propio Puente de los suspiros. Ninguno de los dos logra convertirse en Chucho el roto, el único preso que, cuenta la leyenda, escapó de San Juan de Ulúa. Estas historias son las que nos interesan en LEM.

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