Un retratista parisino (Segunda parte)

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Federico VITE


Junio 06, 2017

Emmanuel Carrère había sido novelista. Salió de las tramas de la ficción para convertirse en una especie de documentalista, aunque esencialmente sigue siendo un investigador, ejerce la escritura de la no ficción. Desde hace varios años, todo lo que pasa por su pluma son hechos reales. Bajo esa óptica, resulta bastante atractivo El Reino (Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama, España, 2015, 516 páginas), un volumen extenso que aborda en apariencia el origen de un par de documentos bíblicos: el Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles.

Carrére comienza el libro documentando su conversión al cristianismo. Tarda en entrar al asunto, poco más de 100 páginas, en las que se van mostrando y disolviendo los hilos narrativos de El Reino: los actos de fe que propiciaron la escritura de este documento. Se apoya en una sólida bibliografía, aparte de la consulta obligada a los textos originales, para desplegar los recursos que posee como narrador. Entra y sale de la autobiografía, del ensayo, del reportaje y de la ficción, pues sólo así recreó algunos de los años perdidos de Pablo y de Lucas. No tiene empacho alguno en retomar las ideas que ha publicado en otros libros, transcribe escenas desarrollas en El adversario, Limónov, Una novela rusa y ampliamente refiere a Philip K Dick, de quien hizo una biografía, como una caso extraño de acercamiento y conversión al cristianismo e incluso compara algunas de las revelaciones que tuvo Pablo de Tarso con el autor de Blade Runner. Desacraliza semidioses, les otorga dimensión humana. No duda de los hechos referidos en el Evangelio, pero los somete a una extenuante reflexión con la certeza de que escudriña pasiones abismales, como la razón y la fe.

Vemos transitar por El Reino a los hombres que a pie, en barco y confrontando las inclemencias del tiempo divulgan la obra de Cristo, las enseñanzas del hijo del hombre. Vemos a Pablo, Santiago y Lucas luchar contra su contexto politeísta; pero más aún, acuciante la mirada de Carrère, señala claramente las desavenencias entre los discípulos. Lo demasiado humano aflora y se cuela incluso en los textos sagrados. Salen a colación envidias, el auge de un cristianismo pirata, la usurpación de un amanuense que firmaba como Pablo las cartas enviadas a iglesias nuevas con la intención de desacreditar la liturgia cristiana.

Pero el aporte más significativo del libro no se fundamenta en la reseña de los Hechos de los Apóstoles sino en el estudio de Lucas como novelista. El Evangelio, narrado por este hombre, posee características de un entramado novelístico y lo asombroso es que a pesar del hecho trascendental de mostrar a Cristo en plenitud asistimos a un relato realista. Loco, ¿no?

Para sorpresa de alguien que vive en el siglo XXI, las palabras de Lucas, visto como el narrador más audaz de los evangelistas, son las de un hombre que posee el dominio de la cercanía y de la distancia psicológica en el relato. Carrère analiza este aspecto porque esencialmente corresponde con su poética escritural: se infiltra en cada uno de sus libros desde diversos puntos para ofrecer una visión casi panorámica del objeto de estudio. El Reino pues, a ratos lleno de autoreferencias que vanaglorian la vida del autor, posee un atractivo único que básicamente consiste en reflexionar sobre el oficio literario desde una singularidad: visitar los evangelios como si se tratara de ficción fantástica, pero enfatizando, y desmontando, el tono realista del relato, a ratos lleno de referencias artificiales, a ratos con grandes momentos de verosimilitud. Justamente estos dos aspectos, abordar el cuerpo del relato desde diversos tonos y con distintas distancias psicológicas, hacen grande la obra de Carrère, un autor que capitaliza todo lo que escribe, porque escribe para explicarse algunos asuntos irresolutos de su vida y en cada tema que ha escogido para escribir ve proyectada esa persona que es, que va siendo, que no termina de conocer y que le apasiona. Por ejemplo, señala en El Reino que en 1990 se convirtió al catolicismo. Acababa de cumplir 32 años. Se confesó, comulgó, se casó por la iglesia y bautizó a sus dos hijos. Durante tres años, antes de volver al agnosticismo, tomó la comunión y asistió a misa a diario. A diario rezó y leyó el Evangelio. Cultivaba militarmente su fe; además, se psicoanalizaba dos veces por semana. Anotó en un diario todas las experiencias vitales y desde ahí, sin saberlo, empezó este libro en el que reflexiona sobre la noción de la fe. Ese diario es la base de El Reino, un documento maleable, donde se muestran a plenitud las herramientas literarias de Carrère: no ficción, metaliteratura, autobiografía, ensayo, humor y una prosa ordenada, como si habláramos de un caballo entrenado para no desbocarse y avanzar poco a poco hacia una larga, sinuosa búsqueda de la identidad.

Aunque uno crea que lee sólo sobre los albores del cristianismo, en realidad asiste a un texto lleno de aristas que podrían parecer excesivas, pero fungen justamente como una vía de acceso para comprender lo asombroso de la literatura: también es una autoexploración inagotable. La sentencia más religiosa, y el motivo por el que Carrère decide analizar desde una perspectiva laica los evangelios, es la siguiente: "Confío que el Evangelio es la palabra última y más calificada sobre el reino: la dimensión de la vida que transparece la voluntad de Dios. Te abandono, Señor. Tú no me abandones".

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