Viernes 22 de Junio de 2018 |
México venció a Alemania hace unos días. Y no, no me refiero en niveles de educación, seguridad social o libertad civil, me refiero en fútbol, ¿acaso existe algo más importante? Fue un domingo feliz para todos los que apreciamos el deporte, leímos las hazañas de los griegos, o simplemente, ignoramos la vida por noventa minutos. Familias, rateros, psicópatas, maestros, perros, gatos, gruñones, escépticos y mujeres, sufrimos en el transistor el resultado del partido. El fenómeno social del fútbol en las culturas latinoamericanas ha estado ligado permanentemente con la política y para muchos sociólogos es un fenómeno social que ayuda a explicarnos nuestra idiosincrasia. Más que ponernos a aducir, cuestionar o criticar la distracción que puede generar un espectáculo cada cuatro años a tan sólo unos días de decidir quién nos gobernará y, en donde los políticos que dejarán sus puestos estarán viajando en vuelos charter a Suiza, debemos de entender el peso que juega en los seremos humanos las pasiones y los afectos por encima de nuestra razón. El fútbol al aficionado le hace soñar con la misma ilusión que nos da el amor. Existe un sólo escenario feliz, cientos de escenarios turbios. Y, esa única posibilidad, es suficiente para justificar sus actos. Hace unos meses, intenté escribir un cuento sobre fútbol. Me detuve en mitad del mismo, porque me sentí incapaz de expresar un fenómeno más allá de mi lenguaje. En una sociedad de permanente escarnio, la reunión con amigos y familiares por unos minutos, representa un ritual con el recuerdo y nuestra sangre. No podría explicar a ciencia cierta el éxito del fútbol, pero sé que al igual que yo, que muchas personas asociamos el balón con nuestra infancia y nuestro andar felino por los principales parques al lado de nuestro padre y hermanos. Haciendo un recuento de los daños previos, el partido contra Alemania representaba un duelo con mucho morbo, ya que, como muchos de mi generación, vivimos nuestra primera Copa del Mundo como espectadores en Francia 98, cuando el Matador, Luis Hernández, después de un mundial fantástico que lo llevo a ser el máximo anotador en la historia de la competición para México, no pudo sentenciar el partido, provocando con dos errores en la parte final, la eliminación de la Selección. Ese día, fue la primera vez que viví el sentimiento de la desgracia y la desolación. Las tragedias de los niños, representan la muerte porque es la primera vez que experimentan vivir el ruedo de la vida sin capote. Lo anterior, tiene ya 20 años de haber sucedido, y a pesar de que no me considero un fiero rapado aficionado al fútbol, me provoca empatía el sentimiento honesto de todos los que admiramos actuaciones llenas de pundonor y entrega, como la que hizo México hace unos días. Por supuesto, dos décadas después, no me genera mayor tristeza la derrota de mis equipos favoritos, pero me parece saludable todo espectáculo que genere la unión entre distintos grupos de personas. Vivimos en un país ávido de triunfos y de sentirnos parte de los éxitos a cuenta gotas que generamos. Sin embargo, no todo se resume a la alegría momentánea, los ecos del festejo, se encapsulan en un mismo vacío en una sociedad, en su mayoría, sin alma y pensamiento que exige lo mejor de nuestros políticos. Afortunadamente, al terminar el juego, el cuento que hace meses no pude terminar, el partido del día domingo me abrió la mente para continuarlo. Así es la vida, pequeños instantes y accidentes nos abren el camino hacia el triunfo o la derrota. Y, ¿para qué sirve el fútbol? Hace unos años soñaba con ser futbolista. Y, hoy ¿para qué sirve la literatura? Todos los días sueño con mi carrera literaria.
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