Viernes 10 de Agosto de 2018 |
Si un deseo es digno de la senectud es el de morir a tiempo. Cuántos desgraciados van por la vida llegando impuntuales a las reuniones con el destino. Siempre que detectó que la vida va a dar un golpe certero, mi temperatura baja, comienzo a actuar con rapidez y no deseo otra cosa que llegar a la cita que cambiará el transcurso de mi vida y visión del mundo. Nunca he llegado tarde a las desgracias. Las veo a lo lejos acercándose puntualmente, sin hacerlas esperar. Sin embargo, la vida no deja de sorprenderme. Las cosas positivas siempre aparecen por obra divina. Nunca las esperas. De repente, las noches se condensan en un sólo momento y todo ha valido la pena. Un alma en lucha nunca percibe con exactitud la magnitud de sus esfuerzos. Durante varios días, me encontré sopesando el tema para escribir una columna digna. Como no la encontré, decidí mirar al cielo y no me defraudo. Los amigos son pocos pero buenos. En su mayoría nos une un sentimiento fraternal y convicciones similares. La conversación es necesaria. Existen proyectos en conjunto que pretenden dirigirnos a algún sitio y fortalecer nuestra amistad. Hace poco, uno de ellos, inició una dinámica. Nos pidió hablar sobre nosotros. Él sabe que nada me incomoda más que eso. Por lo que, la noche previa a escribir esta columna, traté de salir por completo de mí mismo. Busqué observarme con ojos de extraño y juzgar mis tareas diarias. Lo cual, me llevó a detectar mi entusiasmo y mi pasión hacia ciertas cosas, adquiriendo una especie de liderazgo para las personas que cuentan con similares gustos pero diferente grado de convencimiento e ímpetu. Es una cualidad útil que me ha llevado a obtener ciertas satisfacciones. Mi puntualidad está sustentada en una ansiedad por el quehacer diario que seguramente al terminar mi vida, me provoque esbozar varias sonrisas de satisfacción. Las personas deben aprender a hablar sobre sí mismas. Aunque muchas de ellas, no tengan nada qué decir. Un escritor que conoció siempre sus límites fue Robert Walser (1878 - 1956). Su grado de introspección, llegó a tal punto que por voluntad propia, se internó en un hospital psiquiátrico para desaparecer del mundo y escribir con tranquilidad. Un día salió de la cama y decidió renunciar. Su decisión es cuestionable. Murió en un gran campo de nieve en el invierno suizo. La fotografía de su muerte, es quizá, una de las más hermosas de la literatura. Walser murió como un artista. Cualquier pintor desearía hacer un retrato del deceso. Uno de los enfermeros que lo atendía, llegó a decir que su puntualidad para regresar después de cada paseo -alusión al título de una de sus grandes obras- era admirable. La mayoría de los pacientes medianamente curables, odiaban regresar a la cárcel que representaba el encierro. Pero Walser, cumplía con su deber y obligación de enfermo mental, regresando a la hora establecida. Comparto su sentir. El sentido de la obligación y el deber, lo llevo muy dentro de mí. Los que no me conocen a profundidad seguramente me definen como una persona amable y correcta. Quien ha tenido la desventura de ser mi amigo, quizá descubra algo mejor.
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