Gobernanza metropolitana

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No existe, ni debe existir, una doctrina (es decir, un pensamiento dominante y canónico) en materia del desarrollo y gobernanza metropolitana. El debate metropolitano ampliado desde fines del siglo pasado a la actualidad ha mostrado, sobre todo en el último lustro, avances significativos, pero no ha llegado al colmo de sentirse hegemónico.

Por ventura, algunos de sus pensadores más lúcidos han construido condiciones suficientes para generar un consenso general de cómo deben ser encarados los problemas metropolitanos. En ello, la coyuntura apremia pues un hecho metropolitano es irrefutable: las metrópolis son ecosistemas radicales. Ciudades o más bien sistemas de ciudades compactados por la fuerza gravitatoria de sus movimientos pendulares (conmuting), o sean: los viales diarios de la casa al trabajo, escuelas, comercio, etc., son todos ellos movimientos intensos, inmensos, rutinarios y masivos que reclaman una paciente lectura.

Para un urbanista en estado de reposo, su actitud contemplativa le lleva a pensar por momentos que la ciudad es básicamente un orden de cosas. Casas, cosas, calles, coches y edificios. Ellos, como Zenón de Elea, tratan de probar que la flecha en movimiento está en realidad en reposo, al cabo fieles añorantes de la Carta de Atenas y de la doctrina del CIAM. En contraste, para el ciudadano que vive dentro de la metrópolis, la percepción del territorio es distinta, pues lo que cotidianamente hace es asumir distintos roles. ¿Quién es el policéntrico, él o los territorios hacia donde se mueve? ¿Para quién trabaja el urbanista, para su gloria efímera o para el usuario de la ciudad que es uno y múltiple?

En este contexto, la gobernanza metropolitana vale como concepto emergente. Una hipótesis a la espera de incidir positivamente en los problemas estructurales de la gran ciudad; unidad funcional que vive la paradoja de estar fracturada en lo político al ser un territorio con gobierno dividido. Así que la gobernanza no puede ser una doctrina validada ni con la luz de Hábitat III, antes tiene que legitimarse como concepto. Pero he aquí la cuestión: el problema es político y como lo saben bien quienes estudian sus enredos: la masa crítica de lo político es su contingencia. La incertidumbre irreductible a cierto grado. No es que no haya teoría política, sino que el objeto se mueve más rápido que los discursos y narrativas que loquieren interpretar.

Por tanto, es necesario reenfocarnos en el déficit de políticas metropolitanas. Pero aquí hay otro problema (como de una segunda derivada o doble contingencia): las políticas metropolitanas se refieren a problemas urbano-ambientales derivados de externalidades negativas y gobiernos divididos, con grandes responsabilidades y muy contados medios para resolverlas, salvo por supuesto los municipios más potentes. Así ocurre que -ante la carencia de recursos y de capacidades institucionales- el proceso de difusión de conocimiento, saberes e iniciativas locales, se frena y los actores emigran. En efecto, al realizar un balance de intercambio simbiótico y simbólico entre municipios, ocurre que por regla aurea el territorio fuerte se queda con la mayor y mejor parte del capital territorial y humano.

Justo aquí la política metropolitana adquiere sentido. La gobernanza metropolitana es o debe ser la forma institucional que procesa este sentido. Tiene el deber de redistribuir bienestar; empero, dado que las leyes mexicanas no admiten un cuarto poder: el de las metrópolis (ni tampoco parece deseable, porque afecta al ya desgastado principio de soberanía), lo que el marco institucional permite es generar entre los protagonistas de la escena, es decir, los gobiernos municipales de un contorno metropolitano, la posibilidad de asociarse para cooperar y coordinarse. ¿La coyuntura permitirá actuar por fin racionalmente?

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