En torno al derecho a la ciudad

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El principio del derecho a la ciudad es un soporte básico de la Nueva Agenda Urbana, pero por supuesto que no inicia ni agota el sentido del derecho urbano, pero lo exalta. Entre varias razones, la principal es que existen diversas vertientes que justifican su objeto dentro de aquel derecho; empecemos con la historicidad de los usos y costumbres propios de la ciudad y que son temas de desvelo de los ayuntamientos. Al respecto, Weber lo refiere bien en su obra monumental, en cuyo capítulo "La dominación no legitima", nos relata la emergencia de un derecho urbano, alternativo a la dominación feudal ejercida por los grandes señores que imponen un mundo de vida de servidumbre y lealtades juradas o juramentadas.

En la realidad mexicana las ciudades se gobiernan por los ayuntamientos municipales con arreglo al marco constitucional del Artículo 115, concurrente con la Ley General de Asentamientos Humanos y la ley estatal en correspondencia con las modalidades determinadas por la evolución urbana en su dimensión local, entre los cuales destacan los procesos urbanos emergentes "duros de normar". A la complejidad de concurrencia se suma el hecho de que la ley estatal sea tratada como avatar, réplica o clon de la federal, algo parecido a maquila encajada en formato de ley estatal anterior. Dicho de paso, eso se prueba con las observaciones que la federación, a través de la Dirección Metropolitana, hizo al proyecto de ley estatal y la respuesta exprés para su arreglo local que en respuesta recibió. Por demás, los intereses políticos inmobiliarios son determinantes, ya que al conocerlos puntos débiles de la gestión la infringen impunemente. No siendo de extrañaren cualquier descripción de los procesos urbanos realmente existentes, que abunden ejemplos aberrantes en la construcción formal y la informal. En la práctica, toda conurbación emergente es mezcla de acciones urbanas espurias. Y todo advierte que el derecho a la ciudad, en su utopía, sea ante todo un metadiscurso neutro, quizá con posible aplicación en territorios de la ciudad consolidada, su centro histórico, por ejemplo, pero improbable en la producción cotidiana del espacio urbano metropolitano. Vale decir: en los municipios circunvecinos donde con la habilidad que dan los años se ha convertido el mal conurbado en suculenta "pechuga del pollo". Para casos así, no hay más derecho que "la ley del más prepotente". Al respecto piénsese en los casos de San Andrés, San Pedro Cholula, Amozoc, Cuautlancingo, Coronango, Huejotzingo, Juan C Bonilla, y tantos otros donde urbanizaciones de origen externo, elegantemente llamados desarrollos habitacionales, cobijan alegremente proyectos inmobiliarios, ávidos del consumir recursos de suelo, agua, además del desarreglo ocasionado en las formas de movilidad vecinal. Donde al cabo las comunidades originales quedan confinadas como áreas de reserva ¡a la norteamericana!, operando como islas híbridas acosadas por la urbanización formal que desde ahí asienta sus reales para extraer el total de recursos territoriales, ya sea a través de un cerco inmobiliario, o bien por la aculturación que reduce a atractivo folclórico de valor turístico la tradición que antes daba arraigo. De ahí se concluye que el derecho a la ciudad también se define por otredad: implica el respeto al derecho de los pueblos. ¿Suena excéntrico…? Lo es.

Más si el derecho a la ciudad quiere ser un freno a los intereses inmobiliarios, ser un principio general consensuado, ser piedra de toque en la gobernabilidad metropolitana, y además: empezar a generar las condiciones de la planeación y gestión metropolitana. Pues entonces debe identificar ya las mejores prácticas institucionales, ¿por qué no las nuestras, que siendo escasas no son intrascendentes?

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