Ciudad y ciudadanos

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Desde un punto de vista elemental, la ciudad es el espacio vital de construcción de la ciudadanía. Coincide con un espacio físico, territorio en expansión dinámico. La ciudad, más que una maquinaria es un organismo complejo y un ente en sí, siempre está en evolución. La ciudad moderna es un hábitat en transformación permanente. Es un campo de energía transformadora. Esa energía no es común, es sinergética. Su difusión pone en movimiento total los derechos y deberes ciudadanos.

La ciudad es a la vez un ser y un devenir. Esta tensión es el motor que la pone en marcha, el motivo que la hace cambiar. Por supuesto, no hay ciudad sin ciudadanos y no hay ciudadanos sin derechos civiles y políticos. La ciudad es, en cuanto forma simbólica compleja o completa, nuestra total identidad.

El derecho a la ciudad o nuevos derechos a la ciudad, si así se desea verlos, es en resumidas cuentas un estado de realización personal y colectiva. Una autorrealización.

¿Cómo puede una aspiración personal empatar con una voluntad colectiva? Tan no es simple la respuesta, que la moderna teoría política tiene ahí problemas serios. ¿Es una propiedad automática o es algo que se debe construir?

Esta idea de construir ciudadanía no es redundante. Hay ciudadanos a medias, en formación, nunca los hubo en un cierto periodo. Fernando Escalante Gonzalbo lo planteó en su maravilloso libro Ciudadanos imaginarios. Según dicho autor entre 1821 y 1880, dadas las circunstancias azarosas de nuestra Independencia, las formas corporativas degeneraron tras largo periodo en clientelas políticas que ninguno de los dos proyectos nacionales, conservadores y liberales, si es que acaso habían, se esmeraba en sustituirlos en serio; ni derechos ciudadanos existentes ni consolidados. Y además, la moral pública no daba para entonces para más, por el alto grado de inestabilidad política que vivía el país. El porfiriato, que es propiamente el Estado Liberal triunfante…no un Estado de los conservadores emboscados como se nos quiere hacer creer, para afianzarse tuvo que ser pragmático, adoptar las formas liberales y derechos civiles, pero gobernando en la trama de una sociedad tradicional, fincada en derechos corporativos. La ciudadanía era pues una de tantas invenciones, como la invención de América resaltada por don Edmundo O'Gorman. Y bien la paradoja: la Revolución Mexicana y su Estado nacional, hizo poco o nada al respecto, y no podía hacerlo porque, en esencia, no era un Estado predispuesto a la democracia efectiva, predispuesta a reconocer y respetar los derechos políticos.

La evolución de partido único a dominante, tampoco generaba la atmosfera libertaria propicia. Había ciudades, había país, pero no había ciudadanos, sino imaginarios. Por ello, desde los albores de la última década del siglo XX, "ciudadanos imaginarios" dio ánimo a la lucha por la transición democrática, encabezada por los partidos políticos, pero en el fondo profundizada por los ciudadanos reales. Tanto que los partidos trataron de oxigenar sus filas con aires ciudadanos. Muy pronto, la ciudadanización de los partidos dio dividendos dentro y fuera de ellos, ya que ampliaron su base y ganaron escalonadamente espacios políticos, hasta dar forma y contenido a la reforma política del Estado. Y al cabo hubo una transición política, que no obstante las inevitables deformaciones transcurridas, vinculó a la sociedad política con la sociedad civil. En suma, en los albores del milenio emergieron al fin los ciudadanos reales y la conciencia política de construir ciudadanía se hizo moralmente necesaria. Proliferó en el discurso.

Hoy, la ciudad según los ciudadanos reales, no imaginarios, es un lugar de oportunidades y de encuentro… personal y colectivo, donde nadie debe quedarse atrás, letra viva de la Nueva Agenda Urbana, evangelio del urbanismo moderno.

 

miguel.gutierrez@ hablemosdemetropolis.com

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