Conmigo o contra mí, ¿es puro error?
López Obrador no creó la polarización; sólo la verbalizó y la aprovechó para ganar la Presidencia.
Según los medios, el presidente declaró en Minatitlán, Veracruz, que el país vive un momento de definiciones que obliga a los mexicanos a definirse por una u otra alternativa: “Se está por la honestidad y por limpiar a México de corrupción, o se apuesta por mantener los privilegios de unos cuantos.” También “… fustigó a quienes con un velo de intelectualismo y desde los cargos públicos buscan proteger el régimen de privilegios a costa del sometimiento de los pobres”. Y remató: “Qué bueno que se definan, nada de medias tintas, que cada quien se ubique en el lugar que corresponde, no es tiempo de simulaciones. O somos conservadores o somos liberales, no hay medias tintas,” (copio de la nota de El Financiero, 6 de junio). Esta declaración ha provocado diversas reacciones, tanto de quienes se sienten indirectamente aludidos como de quienes fueron señalados expresamente en la arremetida presidencial. Pero todos coinciden en que se trata de un acto más de la intolerancia y la agresividad del presidente que están polarizando y dividiendo al país en dos bloques irreconciliables, además de que exhibe crudamente el maniqueísmo y el simplismo reduccionista del razonamiento de López Obrador. Se trataría, pues, de un dislate y de un agravio puro y simple a sus críticos. Sin embargo, yo creo que vale la pena ver poco más de cerca la cuestión. La historia abunda en hechos que demuestran que, en efecto, al alcanzar su fase más alta y radical una revolución social, muchos de quienes se sumaron a ella en sus inicios, por no haber entendido a fondo sus verdaderos alcances y propósitos, empiezan primero a desencantarse, a vacilar; luego a irritarse e inconformarse por daños causados a los intereses de la clase que representan; y finalmente, terminan como rabiosos enemigos de lo que inicialmente aplaudieron. Es un proceso inevitable en toda verdadera transformación del statu quo: sucedió en la Revolución Francesa de 1789; y sucedió en la Revolución de Octubre, en Rusia, por citar sólo dos ejemplos clásicos. Esta involución de los sectores menos enfrentados con el antiguo régimen y que sólo buscan mejorar con el cambio, no se da de un solo golpe, sino, como queda dicho, paulatina pero irreversiblemente. Y suele manifestarse, sobre todo al inicio, como un criticismo exagerado, puntilloso hasta la exasperación; como una inconformidad con los detalles más insignificantes e intrascendentes del proceso. Se manifiesta también como una exigencia de absoluta congruencia, de apego total al guion preestablecido, aunque las circunstancias hayan variado; como una exigencia de fidelidad perfecta a lo que llaman el “verdadero cambio”. Pellizcan, mordisquean, astillan, desportillan el edificio en construcción, con la esperanza (no tan oculta) de debilitarlo y finalmente derribarlo. Pocos tienen el valor y la entereza de hablar claro; y más pocos todavía son los que, por haberse opuesto desde el inicio, tienen el derecho y la autoridad moral para condenar y denunciar los frutos envenenados del “cambio”. Llegada esta fase crítica, es lógicamente válido y políticamente necesario para los partidarios firmes y decididos del cambio, denunciar la inautenticidad de quienes fingen desacuerdo “sólo” con tal o cual detalle, pero no con la revolución misma; resulta correcto que los inviten a definirse, a mostrar sus cartas, sus verdaderas intenciones, para poder debatir y combatir con ellos frente a frente. Los verdaderos revolucionarios tienen el derecho y el deber de defender su proyecto con todos los recursos a su alcance, tanto en la lid teórico-ideológica como en el terreno de los hechos; y los opositores, a su vez, si están seguros de que les asiste la razón, tampoco deben rehuir el combate frontal; no tienen derecho a llamarse calumniados porque se les invite a pelear a rostro descubierto. Todo lo contrario, deben cazar al vuelo la oportunidad para romper todas sus lanzas en favor de lo que quieren y de lo que creen. Lenin, que era un estratega revolucionario genial, dijo en más de una ocasión que respetaba más y encontraba preferible luchar con los enemigos abiertos y desembozados, con los que no ocultaban su ideología reaccionaria y su odio irreconciliable a la revolución, que con los hipócritas enmascarados, con quienes nunca se sabe a qué atenerse, ni cuándo ni dónde asestarían la puñalada por la espalda. Y dijo algo más: que quien está seguro de haber descubierto una verdad nueva; o de haber desentrañado con acierto la verdadera naturaleza de un problema que preocupa a la mente humana o a la sociedad, no reclama “tolerancia” para su descubrimiento; no se conforma con la simple coexistencia de su verdad con el error y la mentira de antes; exige sin falta la supresión radical de lo falso y su sustitución completa por la verdad que tiene en la mano. Visto así, ya no parece tan evidente que sea un puro maniqueísmo, un puro dislate el reto presidencial. Puestos en sus zapatos, se puede entender la lógica del llamado a todos sus críticos a que se definan de una vez por todas: o con la 4ªT o contra ella. Y creo que éstos también saldrían ganando si aceptan el desafío; si se deciden a hurgar a fondo en su conciencia y en su mente para tomar, libre y soberanamente, su decisión: les incomodan sólo algunos aspectos, detalles y “moditos” de la 4ªT, o desaprueban todo el proyecto. Si es lo primero, tendrán que rectificar. Porque es ley de hierro que en todo gran proceso de cambio aparezcan los errores, los excesos, las desviaciones, las correcciones sobre la marcha, etc., precisamente por la magnitud, complejidad y carácter inédito del proceso mismo; y la crítica constante, puntillosa y excesiva, estorba más que ayuda. Deberán dedicarse a explicar a los mexicanos los fundamentos y las altas metas de la 4ªT, para que sepan a qué le tiran con López Obrador. Si se hallan en el segundo caso, también deben decidirse a exponer, con toda claridad y rigor, las razones de su rechazo; señalar los peligros, advertir el riesgo de que la 4ªT nos esté llevando a un abismo del que será muy difícil salir. Le prestarán así un servicio impagable al pueblo y dejarán de sentirse víctimas de la 4ªT, pero empezarían a pensar que los ataques son el costo de decir la verdad. Los antorchistas siempre hemos sabido que los errores de juicio, las medidas arbitrarias, las leyes dictatoriales, el carácter pendenciero de los pronunciamientos públicos del presidente, etc., no son casuales, sino la manifestación visible del carácter profundamente erróneo de su proyecto completo. Y que precisamente por eso, no puede aceptar la crítica ni corregir lo que se le critica, pues equivaldría a aceptar su equivocación de fondo y cancelar definitivamente su proyecto. Y no lo va a hacer. El error del presidente no es el “conmigo o contra mí”; no es el llamado a que sus oponentes se definan; sino su desconocimiento total del método dialéctico de pensar y, por tanto, su absoluta incapacidad para la autorreflexión sistemática y para la autocrítica. Eso se nota a leguas en su forma de plantear el reto: o están por la honestidad y por limpiar a México de la corrupción, o están con los privilegios para unos cuantos. Esto, traducido a términos de filosofía teórica, equivale a plantear: o están con la verdad o están con la mentira y el error. Puestas así las cosas, se ve claro que el problema no radica en la disyuntiva misma, pues, ¿quién en su sano juicio votaría por el error y en contra de la verdad pura? El problema radica en demostrar, previamente, que el presidente, sus “chairos” y sus “morenos” son la encarnación misma de la honestidad y de la anticorrupción. Pero de eso no hay una coma. López Obrador opera como si se tratara de un axioma, de una verdad evidente por sí misma, que no necesita demostración. Y el jueguito insustancial se hace más transparente cuando reta: “o somos conservadores o somos liberales, no hay medias tintas”. Los términos de esta disyuntiva, además de ser política y filosóficamente anacrónicos, verdaderas antiguallas frente al pensar moderno, otra vez dan por sentado lo que deberían probar antes de todo: que el presidente y los suyos son liberales de pura cepa, juaristas de una sola pieza. Y no lo hacen; lo afirman simplemente. Se ve una vez más el divorcio de la 4ªT con la realidad, con los hechos y con el recto pensar. Por eso, descubrir y denunciar sus errores parciales sólo puede ser útil si con ello se busca demostrar que lo que está mal es el proyecto mismo de donde brotan. El presidente nos llama a definirnos y creo que llegó la hora de tomarle la palabra. Pero antes debemos estar todos de acuerdo en una cosa: que no basta con rechazar a la 4ªT por falsa e infundada para ganar la partida. Es indispensable, además, que demostremos que sus opositores tenemos un proyecto superior, éste sí capaz de responder satisfactoriamente a los intereses legítimos de todos, de los que están en la base, a la mitad o en la cúspide de la pirámide, sin exceptuar a nadie, absolutamente a nadie. Para ganar la batalla democrática es indispensable despojarnos de los prejuicios y de superficialidades como la de culpar al discurso rijoso del presidente por la polarización de los mexicanos. Eso es cerrar los ojos a la realidad también nosotros. La sociedad mexicana está polarizada desde hace rato, lo diga o no López Obrador, y la causa de ello es la injusta distribución de la renta nacional. Los que dicen que se necesitan mil pobres para que haya un solo rico se quedan cortos; miles, decenas de miles de pobres están en la base de las fortunas más grandes de México y del mundo; y eso no puede continuar así. López Obrador no creó la polarización; sólo la verbalizó y la aprovechó para ganar la Presidencia, y la aprovecha hoy para acorralar a sus críticos. Si queremos quitarle esa arma, sólo hay un camino: crear un proyecto que incluya sin falta un mejor reparto de la riqueza; si no, ya podemos despedirnos del sueño de ganarle el poder con el apoyo del pueblo, y sólo dejaremos abierta la ruta de la lucha armada, camino con el que los antorchistas jamás estaremos de acuerdo. Vale.
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