Aarón evita tragedia de dimensiones colosales
Aarón Hernández Moya maduró el día en que cumplió los nueve años.
Aarón Hernández Moya maduró el día en que cumplió los nueve años. Otros lo hacen mucho después, algunos nunca, pero él lo hizo a muy temprana edad. El tren que pasaba diario por Piedras Negras, Veracruz, su tierra natal, le dio la idea de lo que sería antes de ser grande. El corte de piña y caña no era lo suyo, se negó a tal sentencia. Le gustaba ser blanco de ojos verdes, no porque despreciara el negro, sino porque trabajar en las huertas a temperaturas de hasta cuarenta y cinco grados implicaba demasiado sufrimiento. Si quería ser distinto a los demás, debía pensar distinto a los demás; si quería evitar los devastadores golpes de sol, debía crear ideas para ganarse la vida; y si quería cambiar los esquemas de sobrevivencia de la gente de la comarca veracruzana, debía inconformarse con el destino. Evaluó múltiples ocurrencias, hasta descubrir que el secreto estaba en hallar la manera de ganar dinero a través de las ideas. Si el dinero lo compraba todo: comida, caramelos, ropa, zapatos, lujos, casas, tierras, atención, respeto, buen servicio, todo, absolutamente todo, debía obtenerlo de manera distinta a los jornaleros. Desde esa edad analizó su situación, su entorno y circunstancia, su tiempo y plazo para ir a la huerta y, al final, concluyó que Piedras Negras le daría el despegue, pero no el vuelo sostenido al futuro de ensueño. Corrían los años treinta. La Gran Depresión de Estados Unidos estaba en su apogeo, la Guerra Civil Española emergía a la historia en oscuros episodios y el personaje Cantinflas daba sus primeros pasos en el mundo del teatro. Supo que debía subirse al tren del futuro antes de que cumpliera los diez, pero no para viajar o pagar un boleto de asiento, sino para obtener el dinero que le evitara el corte de frutos en lo soleado del campo.
El ferrocarril era su única ruta de escape en un pueblo sin salida ni destino que, dicho sea de paso, le quedaba demasiado chico para el tamaño de sus pretensiones. Piedras Negras era una ratonera que le obstruía el crecimiento y la ambición. Todos los días, sin excepción, con lluvia o sol, comenzó a ir a la estación ferroviaria a observar a través del cristal de la ventana la manera en que el empleado operaba el armatoste llamado telégrafo, el mismo por el que se comunicaba con las otras estaciones de la comarca donde vomitaba humo el tren. Su objetivo fue fastidiarlo, cansarlo, sofocarlo, doblegarlo con su terca presencia. El pensamiento suyo no fue el de un niño de nueve años, sino el de un psicólogo de cincuenta. Tarde o temprano, el operador del telégrafo le preguntaría el porqué de su presencia. Anticipó la conducta del empleado, la calculó, la midió como la mide el psicólogo experimentado. El modo como lo hiciera era lo de menos, podía ser amable o grosero con él, lo importante era la pregunta. La esperaría una eternidad si fuera necesario. Transcurrió un mes, dos, tres, cuatro, cinco. Otro en su lugar se habría rendido, pero el pequeño Aarón Hernández Moya no lo hizo, era testarudo como los mosquitos que por ahí abundaban y que no les acobarda el manotazo. Al medio año, ante la indiferencia del responsable de la estación de tren, decidió no sólo curiosear sus tareas, sino aprender el significado de las señales sonoras que enviaba y recibía por el telégrafo. Lo logró. Aprendió el alfabeto Morse mucho antes de aprender a leer y escribir el español. Lo aprendió de memoria. Jamás lo olvidó. A través del tecleo del metal se enteró de asuntos internos ferroviarios, del motivo de las risas pícaras del encargado y de las confesiones sexuales del individuo distante que le contestaba. El día que cumplió los diez años ocurrió algo inesperado en la estación de tren. Por ahí de las once de la mañana, el empleado sufrió un infarto mientras despachaba los pases de abordaje de los pasajeros que iban al puerto de Veracruz; no pudo cobrarles, se desvaneció de súbito, escandalizó a todo mundo. La cuadrilla de mantenimiento de vías temió lo peor ante la falta de comunicación, pues ignoraba qué tren arribaría primero a Piedras Negras y cuál después, si el proveniente del puerto de Veracruz o el que iba a ese destino habiendo salido de la estación de Tierra Blanca. Un choque sería catastrófico, los dos transportaban carga pesada, pero también pasajeros. La tragedia puso su peor rostro. Para mala fortuna, el cambio de vías se hacía precisamente en Piedras Negras, ahí llegaba uno, se aparcaba en los rieles laterales y esperaba a que se fuera el otro antes de reemprender la ruta. Piedras Negras era una estación de empalme o de espera. Tenía la enorme responsabilidad de evitar accidentes. El pequeño Aarón presenció la tragedia del empleado desde la ventana, observó la estampida de personas cuando fueron enterados de la posibilidad del choque de trenes. El chisme se propagó como la neblina en las montañas jarochas durante el invierno; en minutos, el murmullo se metió a todos los rincones de Piedras Negras. Los residentes de las casas aledañas a la estación ferroviaria cargaron con niños, gallinas, puercos, guajolotes y lo que pudieron, huyeron por peteneras de la zona de riesgo. La cosa no terminó ahí. El chisme adquirió dimensiones colosales cuando a alguien se le ocurrió fantasear que si los trenes chocaban, la explosión tendría la potencia de un meteorito como el que acabó con los dinosaurios, y el cráter que dejaría tras de sí sería del tamaño de Yucatán o de España. La gente no sabía el tamaño ni de uno ni de otro, pero imaginó algo espantosamente grande y abandonó el pueblo en cosa de minutos; se internó en la llanura. Antes de media hora, Piedras Negras era ya un pueblo fantasma. Qué tantos agregados habrá tenido el rumor, que cuando regresó a los oídos de la cuadrilla de mantenimiento de vías también les asustó; sin embargo, cual honorables capitanes de barco, decidieron hundirse en la tragedia, fuese del tamaño que fuese, antes que emigrar de la estación de ferrocarril como las ratas. Con la mano derecha en el corazón, resolvieron morir como los hombres. Se peinaron el cabello y el bigote para no llegar fachosos al más allá. Por el alboroto, hasta de prestar atención médica al responsable de la estación se olvidaron; cómo habían de prestársela, si el médico, como los demás, también se encaminó a la llanura. El pequeño Aarón se carcajeó del caos, de la estampida, del ridículo de los adultos. Después del alboroto, Aarón ingresó hasta donde se encontraba instalado el telégrafo, se sentó en la silla, con sus piecitos descalzos apuntando al suelo, y comenzó a mandar señales en clave Morse a las últimas estaciones por donde habían pasado los dos trenes. Hizo el cálculo en tiempo y distancia; habiéndolo obtenido, informó a la cuadrilla cuál llegaría primero y cuál después, lo mismo que el intervalo de minutos entre uno y otro. Los reparadores de rieles observaron la pericia con que el niño operó el telégrafo. No lo podían creer, el mocoso aparentemente sabía más que ellos. Para cerciorarse de que sus dichos fueran ciertos, le pidieron los nombres de los dos maquinistas, así como de los dos responsables de las estaciones vecinas. Aarón solicitó las identidades en clave Morse. Cuando las tuvo, se las proporcionó; se quedaron pasmados los nombres eran correctos en los dos casos. Y por si algo faltara, puso al tanto de la situación imperante en Piedras Negras a los altos jefes de Ferrocarriles Nacionales de la ciudad de México, lo mismo que de los protocolos de seguridad puestos en práctica; ellos a su vez, creyendo que trataban con un adulto le hicieron saber que a bordo del ferrocarril, cuyo destino era Veracruz, viajaban dos médicos del gobierno para atender al infartado. Mandar es similar a comerse un dulce, y como los jefes tienen a flor de paladar el antojo de dictar órdenes, le ordenaron que se quedara tres días al frente de las comunicaciones del telégrafo, plazo suficiente para que la lenta burocracia designara a su relevo, con el compromiso, por supuesto, de gratificar ampliamente el favor prestado. El pequeño Aarón aceptó gustoso e hizo lo que le indicaron. Al día siguiente, Piedras Negras tenía un héroe, de pocos años, corta estatura y pies descalzos, pero un héroe. La hazaña fue musicalizada, la hicieron cumbia, danzón y chachachá. Gracias al hijo de la Italiana y del descendiente de Yanga no explotó nada, ni se hizo ningún cráter colosal que afectara la siembra de caña y piña o que dejara el suelo disparejo a los hombres y a las bestias. Carretadas de felicitaciones, filas interminables de individuos de la región fueron a agradecer la proeza a la casa de los orgullosos padres. Aunque éstos, a decir verdad, por haber contado erróneamente el número de vástagos ni cuenta se dieron de la ausencia del pequeño Aarón cuando emprendieron la veloz huida a la llanura, como tampoco lo notaron cuando regresaron por la noche, confiados de que el peligro había pasado. Al cabo de unos días, la ausencia de Aarón a la hora de la comida fue notoria. –¿Y el héroe? –preguntó la Italiana arqueando la boca–, ¿dónde se habrá metido nuestro muchacho?
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