Rastros de Tinta

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Invitado


Julio 22, 2020

Por Claudia Lisset Pérez Andrade

De haber planeado un momento para discutir una obra como esta, no habría podido ser mejor que los tiempos que estamos viviendo ahora. El último día de un condenado a muerte es una novela escrita por Víctor Hugo a mediados del siglo XIX en Francia, en donde las sentencias criminales eran tan crueles para aquellos castigados con trabajos forzados, como sanguinarias para los condenados a muerte.

 

Víctor Hugo escribió esta obra en 1828, cuando al cruzar la plaza parisina del Hotel-de-Ville en Francia, se topa con un hombre engrasando una guillotina, preparándose para la ejecución que tendría lugar esa misma tarde. Impactado por la escena, Víctor Hugo comienza a escribir este relato en primera persona, en el cual se posiciona con respecto a la pena de muerte de una manera muy singular: haciéndonos sentir la angustia a través de las emociones del acusado.

 

El autor describe los pensamientos y sentimientos de una persona que ha sido condenada a la guillotina, desde el día en que recibe su sentencia hasta su ejecución. No le da nombre ni rostro a la persona, tampoco una descripción de su vida o su crimen, sino que la deja como un lienzo en blanco para que lo escuches sin prejuicios a medida que se prepara para una muerte inevitable.

 

El veredicto

 

En los primeros capítulos, se narra brevemente la llegada del sujeto a la cárcel. Al principio optimista, ve pasar los días lentos en espera de su sentencia. Es consiente de que no saldría libre de ese lugar, sin embargo, tenía un solo deseo: no ser castigado con trabajos forzados, hasta el punto en que él mismo decía preferir una condena a muerte –o al menos eso pensaba. Pese a todo, al momento de llegar a la corte y escuchar el veredicto de “pena de muerte”, sus pensamientos dan un giro de 180 grados, las piernas le tiemblan, la angustia lo invade, y ahora en lo único que puede pensar es en su inevitable destino bajo la guillotina.

 

La espera

 

Tal vez el punto más destacable de esta obra es la manera en que el tiempo pasa mientras se espera un destino inevitable, nuestro protagonista narra sus sueños, sus pesadillas, los pensamientos de todo lo que podría estar haciendo afuera. Nos revela que tiene una hija a la que no va a ver crecer, escucha personas cantando desde la ventana de su celda que no va a volver a escuchar, y ve cómo los condenados a trabajos forzados salen de prisión al destino que él juraba no querer.

Será que este nuevo destino ha cambiado su forma de ver las cosas? Tal vez vivir una vida encerrado sí era mejor que no tener una vida, después de todo. Descubre rasgos de su celda que estuvieron ahí todo el tiempo y no había notado, marcas en las paredes, escrituras sobre su cama… puede sentir la presencia de los hombre que pasaron por esa celda antes que él y ya no están.

 

Esta obra representa los sentimientos de una muerte anunciada contada a viva voz. Un sentimiento con el que en estos tiempos, quizá todos podremos empatizar: podría apostar que nunca habías notado aquella marca extraña en tus paredes, la mancha de comida que al parecer siempre ha estado en tu sofá, o el foco fundido en la sala que nadie ha tenido tiempo de cambiar en meses. La espera puede ser una prisión psicológica tan aterradora como una física.

 

Sin embargo, estar atrapado en tu propia casa y estar atrapado contigo mismo es muy diferente. Se podría ejemplificar de la misma manera en que, aun estando rodeado de gente, podemos sentirnos solos. No solamente es el espacio físico el que define cómo nos sentimos, también es la manera en cómo nos enfrentamos con la realidad.

Si en vez de enfocarnos en las cosas positivas que un encierro puede traer para nosotros –como oportunidades de reflexión, adquirir un nuevo pasatiempo, convivir con la familia– nos dejamos desmoronar, lo único que estaremos haciendo es hundirnos cada vez más profundo en un mar de pensamientos negativos. Nuestro sujeto lo experimentó por mucho tiempo… hasta que llegó el momento de su traslado a la guillotina.

 

Un espectáculo

El protagonista nos narra su recorrido, desde su celda original a una nueva cárcel, más cercana al lugar de las ejecuciones. Por primera vez está tan cerca de gente libre, y a la vez nunca se había sentido más lejos. Las personas se arremolinan para verlo, algunos con caras de pena y otros por mero morbo.

 

Una vez en su última celda, en su último día, recibe una última visita: la hija que no había visto hacía meses. Pero ella ya no lo recuerda. Se despiden. Él es trasladado a la guillotina y el público se junta, no para despedir a un ser humano, sino para ver un espectáculo.

La muerte se ha vuelto motivo de entretenimiento, en un intento desesperado trata de que alguien lo ayude a conseguir un indulto pero es inútil, su cabeza ya está en la guillotina, los ojos de la multitud están sobre él, y de manera tan repentina como comienza esta historia, termina cuando la hoja de acero cae sobre su cuello.

 

¿Te recuerda algo este momento? Tal vez a las 10 de la noche cuando prendes las noticias para ver la curva de la infección en tu estado, en el país, o en el mundo. Comentando con tu familia y en redes sociales cómo los hospitales se saturan, los contagios aumentan exponencialmente, y el número de muertos parece no tener fin.

¿Por qué nos obsesiona la muerte? No solamente es este momento en la historia, sino cuando buscas en internet las videos de cuerpos hallados en fosas, las fotografías de víctimas de violencia o compartes el video de un conocido en una situación vulnerable. Quizá los tiempos no han cambiado tanto después de todo.

 

Víctor Hugo nos revela a través de esta historia, el sentir de una persona confinada dentro de cuatro paredes, pensando en todo lo que podría estar haciendo fuera y, sin embargo, nunca más podrá volver a hacer. Nosotros contamos con una suerte diferente, tal vez no sepamos cuándo ni en qué circunstancias, pero volveremos a salir.

 

¿Por qué esperamos hasta que ya no tenemos algo para apreciarlo? ¿Por qué es ahora que no podemos cuando todos quisiéramos un abrazo de la hija que no podemos ver, la abuela que no podemos visitar, o los amigos con quienes no podemos hablar?

 

¿Por qué convertimos a las tragedias en espectáculos? Del mismo modo que la gente se amontona para presenciar una decapitación, las redes sociales se llenan de noticias sensacionalistas. No necesitamos compartir la foto de un cadáver para saber que lo que sucede es real; no necesitamos publicar rumores para infundir miedo, y no necesitamos vivirlo para tener empatía. Cuando se pensaba que la indiferencia era lo peor que podría tener una sociedad, se convierte en un espectáculo.


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