Históricamente no hay duda: China es una sola

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Aquiles CÓRDOVA MORÁN


Abril 22, 2022

En estos días de grave crisis global, ha vuelto a primer plano la cuestión de si Taiwán y China continental son una sola o dos naciones distintas. La discusión, como siempre, la están provocando e impulsando quienes pretenden hacer de la isla de Taiwán (Formosa = Hermosa, según los portugueses) una plataforma económica y militar al servicio de la geoestrategia de dominio mundial del imperialismo norteamericano y sus aliados europeos. 

Desde el punto de vista histórico, la cuestión no admite duda: Taiwán ha formado parte de China desde siempre, y la reincorporación plena de la isla a la China continental es un derecho indiscutible de su Gobierno. En las causas de esta naturaleza, la historia es el único juez inapelable porque es en ella y a lo largo de ella que nacen, crecen y se fortalecen los rasgos esenciales que definen una nacionalidad: raza, lengua, religión, tradiciones, cultura y territorio. Si nos atenemos a estos rasgos definitorios, la conclusión es ineludible: Taiwán forma parte inalienable e imprescriptible de China. 

Surge entonces otra pregunta: ¿cuáles son las razones y los argumentos de quienes niegan esta evidencia e insisten en hacer de la isla una república independiente? ¿Qué propósitos e intereses, legítimos o ilegítimos, persiguen? La respuesta, como ya dijimos, es obvia: son razones de carácter geoestratégico para las cuales el control de Taiwán resulta indispensable. En el fondo, se trata de un paso más, y muy peligroso por cierto, del imperialismo norteamericano y sus aliados europeos para el ataque aniquilador que preparan activamente contra la República Popular China, en la que ven un peligroso enemigo para sus afanes de hegemonía mundial absoluta. Taiwán, como Ucrania, resulta una posición de tiro inmejorable para abatir al rival.

Y esta afirmación también se sustenta en la historia. Ya he dicho que, contra la opinión más difundida, sostengo que la guerra fría no nació después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque tomó su  nombre del título de una colección de artículos del periodista norteamericano Walter Lippmann publicada en forma de libro en 1947, vista y entendida como la política real de EE. UU. hacia la URSS y el comunismo, resulta claro que comenzó a aplicarse desde la época del presidente Thomas Woodrow Wilson y su secretario de Estado, Robert Lansing, quienes le dieron forma en época tan temprana como a fines de 1917, es decir, tan pronto como la Revolución de Octubre de 1917, encabezada por Lenin y su partido, fue un hecho consumado. Comprobarlo es fácil si no se olvida que la esencia de la guerra fría nunca ha sido la simple contención del “enemigo”, sino su derrota y destrucción total. De esto hay abundantes pruebas documentales.

La guerra fría de Wilson (que aún no se llamaba así) aplicó un riguroso bloqueo financiero, comercial, diplomático, tecnológico y militar contra la URSS, con el claro propósito de estrangularla económicamente, o debilitarla al extremo para facilitar su destrucción militar llegado el caso. Esta misma política, con algunos altibajos coyunturales y de corta duración, fue la que siguieron los sucesores de Wilson, los republicanos Warren G. Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover. La situación dio un cambio positivo con la llegada de Franklin D. Roosevelt en 1933 quien, rompiendo con un tabú de sus antecesores, se atrevió a reconocer, por fin, al gobierno de la URSS, el 17 de noviembre del mismo año. Pero el cambio obedecía más a la difícil situación interior y exterior de EE. UU. (el Crack del 29 y las secuelas de la Primera Guerra Mundial) que a una conceptuación distinta, menos obtusa de la política exterior de la URSS y de la doctrina comunista. Al estallar la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, Roosevelt facilitó una alianza de facto (nunca se signó un pacto formal) entre occidente y la URSS para enfrentar a Hitler. Igualmente significativo fue el acuerdo de Yalta (febrero de 1945) entre Roosevelt y Stalin sobre la guerra en el Lejano Oriente, China y Japón.

Roosevelt murió el 12 de abril de 1945 (no vivió el fin de la guerra) y lo sucedió Harry S. Truman, un anticomunista jurado, fanático religioso y un completo ignorante en política exterior, lo que lo hizo presa fácil de sus consejeros anticomunistas. Truman dio de inmediato un giro a la derecha reclamando groseramente a la URSS el “incumplimiento” de los acuerdos de Yalta; apoyó decididamente la política de Churchill de imponer gobiernos antisoviéticos en los países de Europa oriental (sobre todo Polonia y Rumania) y, con el resto de “los aliados”, obligó a Stalin a retirarse de Irán para quedarse con todos los recursos petroleros de este país. Con tal hostilidad, la “gran alianza” entre la URSS y Occidente que había derrotado a Hitler quedó rota en poco tiempo. Esta ruptura no fue un error sino algo calculado por Truman y sus asesores, que querían manos libres para reactivar la guerra fría, preterida pero no abandonada por Roosevelt. 

El primer paso fue reafirmar su carácter de guerra de exterminio contra el “enemigo comunista”, lo que implicaba contenerlo a sangre y fuego donde quiera que levantara la cabeza. El 12 de marzo de 1947, en una sesión conjunta del Congreso norteamericano, Truman declaró: «Estados Unidos debe tener por norma ayudar a los pueblos libres que se resisten a los intentos de subyugación por parte de minorías armadas o de presiones externas». Pidió al Congreso “300 millones de dólares para Grecia y 100 millones para Turquía para que pudieran enfrentar el desafío comunista”, añadiendo que esa ayuda formaba parte de una lucha mundial, “«entre diferentes formas de vida»”, y que “el triunfo del comunismo en ambas naciones produciría los mismos resultados en otras partes” (Powaski, La guerra fría). Este discurso, conocido como «la doctrina Truman», refrescó el verdadero objetivo de la guerra fría. 

En 1948, se creó el Consejo de Seguridad Nacional (NSC), cuyo primer documento, el NSC-20, sostiene que el verdadero objetivo soviético es la dominación del mundo entero y, por tanto, que el objetivo principal de EE. UU. debe ser “la reducción del poderío y la influencia de Moscú por todos los medios posibles, incluida la liberación de Europa del Este, el desmantelamiento del sistema militar soviético y la disolución del partido comunista soviético” (Powaski, ibid). En una palabra, hay que destruir a la URSS. Lo mismo que dijo Truman pero más directo. Un segundo documento, NSC-30, precisa que la bomba atómica podía ser usada para impedir que la URSS invadiera Europa Occidental (ibidem). ¿No es lo mismo que vemos hoy con la provocación ucraniana a Rusia? ¿No es una prueba de que la guerra fría viene de antes de Truman?

Ahora bien, el criterio de contención a sangre y fuego del comunismo tenía que aplicarse a China cuando le tocó su turno. La lucha entre los nacionalistas de Jiang Jieshi (Chiang Kai-shek), que se decían herederos del Kuomintang de Sun Yat-sen (1912), y los comunistas de Mao Tse-Tung (Mao Zedong) ya llevaba decenios cuando el imperio japonés invadió a China en 1937. Este hecho obligó a ambos bandos a acordar una tregua para combatir al enemigo común, tregua que solo respetaron lealmente los comunistas, pues Chiang Kai-shek no perdía oportunidad para golpearlos. Al entrar los EE. UU. en la guerra (tras el ataque a Pearl Harbor) el 7 de diciembre de 1941, de inmediato se inclinaron en favor de Jian Jieshi, temerosos de que fueran los comunistas de Mao quienes los expulsaran del país y se hicieran con el poder. La ayuda a los nacionalistas fue cuantiosa: dinero, armas y pertrechos que solo lograron acelerar la molicie y la corrupción de Chiang Kai-shek y sus oficiales, mientras los comunistas ampliaban su base campesina, se hacían cada vez más populares y sus fuerzas crecían en el noroeste del país.

Tras la derrota de Japón en agosto de 1945, los norteamericanos les ordenaron rendir las plazas solo ante oficiales nacionalistas, nunca ante los comunistas; enviaron un contingente de 52 mil hombres para que ocuparan las ciudades más importantes abandonadas por los japoneses y proporcionaron aviones y buques a Chiang Kai-shek para que trasladara al norte a lo mejor de su ejército, con la esperanza de vencer y desalojar a los comunistas. Nada de esto dio resultado. Los soviéticos, que tenían firmado un pacto de ayuda mutua con los nacionalistas, optaron por entregar Manchuria a Mao y su ejército antes de retirarse en 1947, dando como resultado que se formara allí una fuerza de 215 mil comunistas. Las fuerzas de Chiang Kai-shek se atrincheraron en el sur, mientras Mao y los suyos se hicieron fuertes en el noreste y norte. Desde allí lanzaron su gran ofensiva, cruzaron el Yangtsé y se internaron en el sur. Después de duras batallas, los comunistas acabaron triunfando en toda la línea y, el 1 de octubre de 1949, Mao proclamó la República Popular China. En diciembre de 1949, Chiang Kai-shek, con los restos de su gobierno y del ejército nacionalista huyó a Taiwán. Fue un rotundo fracaso de la política de contención norteamericana.

Es muy revelador que, en un primer momento, Truman, reconociendo implícitamente la soberanía de China sobre Taiwán, declarara que EE. UU. no intervendría en defensa de los fugitivos nacionalistas, es decir, que dejaba manos libres a Mao para recuperar la isla. Fueron las difíciles circunstancias internas de la China continental las que impidieron esa recuperación. Las cosas cambiaron en la primavera de 1950. Un nuevo documento, el NSC-68, convenció a Truman de que cualquier cambio en el equilibrio militar mundial podría representar un peligro para Estados Unidos y, en este contexto, daba un nuevo valor estratégico a Taiwán. La Casa Blanca instrumentó un proyecto de ayuda a varios países pobres con la finalidad de impedir en ellos el avance del comunismo. Entre otros incluía a Birmania, Tailandia y el propio Taiwán. Al mismo tiempo, a fines de mayo de 1950, aceleró la entrega de ayuda militar a la isla, previamente prometida pero no entregada hasta ese momento. La CIA, por su parte, intensificó sus operaciones encubiertas en China y Taiwán. 

Casi inmediatamente después, el 25 de junio de 1950, se inició la guerra de Corea. Dos días después, el 27 de junio, Truman instruyó a la VII flota norteamericana el patrullaje del estrecho de Taiwán con el fin de prevenir una posible invasión de China, al mismo tiempo que ordenó incrementar la ayuda económica y militar a los nacionalistas asentados en la isla. El primero de mayo de 1951, arribó un grupo de asesores estadounidenses para dar entrenamiento intensivo al ejército local. Taiwán se convirtió así en un eslabón más de la cadena defensiva de islas con que EE. UU. había delimitado su zona de influencia en el Pacífico occidental. Agentes taiwaneses y de la CIA comenzaron a realizar acciones guerrilleras en China continental con la finalidad de dificultar al máximo su apoyo a los comunistas coreanos. Con todo esto, Taiwán quedó integrado orgánicamente a la estrategia geopolítica de la guerra fría del imperialismo norteamericano, como pieza clave de toda la maquinaria destinada a la conquista del mundo. 

El interés del imperialismo norteamericano por retener Taiwán en sus garras no ha cesado nunca, ni siquiera cuando Nixon y su diplomacia del Ping-Pong se vieron obligados, por conveniencia, a reconocer la política de una sola China. Es cierto que ha habido momentos en que los imperialistas han acariciado la posibilidad de sustituir su política de destrucción total por una de paz y convivencia con China y Rusia, cuando han creído tenerlos en el bolsillo, como la Rusia de Yeltsin o la China “aliada” contra Rusia. Pero superado el espejismo, han retomado la senda guerrerista con más rabia y decisión que antes, como lo vemos hoy en Ucrania y en la amenaza de reconocer a Taiwán como república independiente.

Que nadie se engañe: Taiwán es China; en el universo entero no hay más que una sola China. El problema no está ahí; el problema está en cómo hacer que lo acepten y lo respeten el imperialismo norteamericano y sus aliados.

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