¿Podría China sobrevivir sola?

¿Cuál ha sido el fruto del nuevo rumbo adoptado tras la muerte de Mao?

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China, aunque lo nieguen sus enemigos, es un gran ejemplo para el mundo. La población de los países “emergentes” y rezagados, que suman más de dos tercios de la humanidad, desean que el llamado gigante asiático consiga su propósito de coronar la construcción de una sociedad socialista con características chinas, como ha dicho el presidente Xi Jinping. Los ojos de ese mundo siguen con interés concentrado los sucesos de la guerra en Ucrania, donde se juega el futuro del mundo, y se interrogan, también con gran interés y ansiedad, qué piensa China al respecto, cómo valora ese fenómeno disruptivo del orden mundial instaurado y dominado por los Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Entender la posición china en este conflicto no es sencillo; requiere de un conocimiento aproximado de los factores internos y externos que la determinan. A primera vista se advierte que la prioridad número uno de ese gran país es preservar e incrementar ininterrumpidamente su crecimiento y desarrollo económicos, lo que requiere paz y estabilidad mundiales y el avance concomitante de su actividad científica y tecnológica, de su infraestructura material, de la preservación de un medio ambiente sano, del incremento proporcional de su industria extractiva, de su producción agropecuaria y de sus medios de transporte terrestre, aéreo y marítimo, entre otras cosas.

La base y sostén del proyecto socialista chino son sus 1,400 millones de ciudadanos. De ahí salen los cerebros y los brazos que convierten en hechos contantes y sonantes los planes de crecimiento trazados por el presidente Xi Jinping y el Partido Comunista como responsables máximos de la nación. Esta inmensa y laboriosa colmena humana plantea otros retos: garantizar el alimento para todos, vivienda digna, servicios básicos, salud, educación y recreo para 1,400 millones de personas. Una tarea de romanos. Y el problema no termina con el puro crecimiento económico, con el incremento cuantitativo del PIB; hace falta, y esto es quizá lo más difícil en la China de hoy, una enérgica y equitativa distribución de la riqueza social con políticas que, al mismo tiempo, no desincentiven ni ahuyenten la inversión productiva.

China inició su ruta actual bajo la guía de Deng Xiaoping, en 1978, dos años después de la muerte de Mao Zedong y tras la derrota de los restos de un maoísmo extremista encabezado por su viuda, Chiang Ching. Previamente, se había iniciado el deshielo de sus relaciones con Estados Unidos con la visita del presidente norteamericano Richard Nixon en 1972, lo que facilitó más tarde la política de apertura al mercado mundial. Con su ingreso en la Organización Mundial de Comercio (OMC), la producción de China invadió los principales mercados del mundo, incluidos el europeo y el norteamericano; los capitales de Europa y EE. UU. afluyeron a China y las grandes empresas chinas empezaron a invertir en el extranjero. Así nació el estrecho acoplamiento y mutua dependencia entre las economías china y norteamericana que dura hasta hoy.

¿Cuál ha sido el fruto del nuevo rumbo adoptado tras la muerte de Mao? En solo 20 años, de 2000 a 2021, China multiplicó su PIB 15.6 veces, pasando de un billón 184 mil millones de dólares (3.7% del PIB mundial), a 18 billones, 463 mil millones de dólares (el 18 % del PIB mundial), todavía menor al de Estados Unidos pero mayor al de toda la Unión Europea. En poco menos de 40 años, China sacó de la pobreza extrema a 800 millones de personas, el 75% de la reducción total de la pobreza lograda por el mundo entero y equivalente al 10% de la población mundial, a 4 veces la población de Brasil, a 2.4 veces la población de EE. UU. y a 1.8 veces la de toda la Unión Europea. Entre 1981 y 2015, China consiguió la tasa de reducción de la pobreza más rápida en toda la historia de la humanidad.

En 2020, cuando por la pandemia el PIB de la mayoría de países decreció, el de China aumentó 2.3%, al mismo tiempo que China contribuía con su ayuda directa y sus inversiones productivas “off shore”, a mejorar la infraestructura, los servicios, la tecnología, el conocimiento, el empleo y la elevación de las condiciones de vida de muchas naciones empobrecidas, e incluso de algunas con niveles de vida altos. China es hoy líder en la producción; es el primer exportador mundial de mercancías y productos finales de alta calidad; está en el centro de las cadenas mundiales de suministros, es decir, que se ha convertido en el soporte fundamental de la producción a escala planetaria. Todo esto es el resultado de la aplicación consecuente del principio de “gana-gana” del presidente Xi Jinping.

El papel decisivo de China en la economía del planeta es lo que explica el diferente trato de la OTAN, en comparación con Rusia, en la cumbre de Madrid para diseñar su nueva estrategia frente a ambas potencias. El documento final define a China como un “desafío” para los intereses del imperialismo norteamericano y sus marionetas europeas, mientras a Rusia la trata como la “peor amenaza” para su seguridad. Sin embargo, a nadie debe engañar el lenguaje diplomático. Es precisamente el poderío económico y tecnológico de China lo que la convierte en un enemigo tanto o más peligroso que Rusia, y la diferencia de trato verbal es solo calculada hipocresía para meter una cuña entre ambas potencias a las que odia por igual.

Esa pujanza económica es su fuerza y su debilidad al mismo tiempo. La importancia suprema que otorga a la continuidad ininterrumpida de su crecimiento y desarrollo para concluir con éxito la construcción de una sociedad socialista en 2049, primer centenario de la fundación de la República Popular China, junto con una marcada concentración de su comercio en Estados Unidos y la Unión Europea, la vuelven vulnerable a las sanciones económicas de la OTAN y la obligan a ser muy cuidadosa y prudente en su política exterior para no despertar sospechas y resquemores en sus socios comerciales en general. Por eso tiene que hilar fino, sin traicionarse ni contradecir sus principios fundamentales, en la formulación de su postura ante el conflicto en Ucrania.

China es el mayor socio comercial de Ucrania; su comercio bilateral alcanzó los 19 mil 300 millones de dólares en 2021, un intercambio particularmente relevante en agricultura y minería, ya que el 30% de las importaciones chinas de cebada y el 60% de sus importaciones de mineral de hierro proceden de Ucrania. Entre 2015 y 2020, Ucrania fue el mayor proveedor de maíz de China (60% del total). Ucrania es, además, uno de los socios europeos de las “Nuevas Rutas de la Seda” y, en ese carácter, un importante centro logístico entre Europa y China, con un enlace ferroviario, recientemente inaugurado, con el que China pensaba aprovechar el acuerdo de libre comercio de Ucrania con Europa. La guerra ha perjudicado los intereses chinos al destruir parte de la infraestructura logística y al provocar cierto resentimiento en los ucranianos, que esperaban un apoyo abierto de China, lo que hará más difícil la reconstrucción de la relación anterior a la guerra.

Estados Unidos teme como al fuego una alianza total entre China y Rusia y, para impedirla, acusa a China de apoyar la “invasión” a Ucrania no acatando las sanciones económicas “contra el agresor” acordadas por la OTAN, y la amenaza con sanciones parecidas. La realidad es que hay muy poco de cierto en esto. El gasoducto que une los yacimientos de gas de Siberia con China, el llamado “Poder de Siberia 1”, entró en funcionamiento parcial en 2019 y suministra unos 10 mil millones de metros cúbicos de gas, muy poco si se compara con los 136 mil millones de metros cúbicos que Gazprom envía a Europa. Cuando esté a plena capacidad, llegará apenas a los 38 mil millones de metros cúbicos. En materia de petróleo, Rosneft firmó un acuerdo con China por 100 millones de toneladas de crudo durante 10 años, es decir, 10 millones de toneladas por año, cantidad pequeña si se compara con los 230 millones de toneladas que Rusia exporta a otros países. Estas cifras demuestran que la “ayuda” de China a Rusia para burlar las sanciones de la OTAN es realmente una simple distorsión de la verdad.

Los acuerdos en materia financiera, como los que buscan eludir el control norteamericano del mercado de divisas a través del SWIFT, solo darán frutos a medio y largo plazo. En contrapartida, la relación económica con EE. UU. y Europa es mucho mayor. Entre 2015 y 2020, la inversión china en Rusia (sin los hidrocarburos), cayó de 3,500 millones de dólares a solo 500 millones, mientras que la europea ronda los 10,000 millones de dólares, es decir, 20 veces más. Las inversiones en Norteamérica fueron, en 2020, de 38,000 millones de dólares. Más significativo aún es el intercambio comercial: en 2021, alcanzó los 700 mil millones de dólares, mientras que el de Rusia llegó apenas a 140 mil millones de dólares. Por otra parte, China suspendió calladamente la actividad del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) en Rusia y Bielorrusia y ha dejado en suspenso algunas inversiones de sus grandes empresas estatales. 

Todavía hay que sumar a esto los principios básicos de la política exterior china: el respeto a la integridad territorial de los países; la no injerencia en sus asuntos internos; la resolución pacífica de las controversias y el rechazo total a la guerra y a los bloques militares. Sobre la paz mundial, sostiene el principio de seguridad integral, es decir, el derecho igual de todos los países a garantizar su seguridad, pero nunca a costa de la seguridad de otros. Aplicando todo esto al caso de Ucrania, China ha tenido que resolver la cuadratura del círculo: piensa que Ucrania es víctima de la violación a su integridad territorial y de la injerencia extranjera en sus asuntos internos, pero, al mismo tiempo, entiende que EE.UU. no busca en realidad la seguridad de sus aliados europeos sino el derrocamiento del presidente Putin y el desmembramiento de Rusia para apoderarse de sus inmensos recursos naturales. De aquí su imposibilidad de tomar partido por uno de los contendientes y su frágil y delicada posición de “equidistancia” de ambos, junto con sus reiterados llamados a la negociación. 

El gran peligro para esta solución diplomática es la ambición del imperialismo norteamericano por el dominio del mundo; su irrefrenable apetito por la máxima ganancia y la máxima acumulación de riqueza que, hoy por hoy, solo puede satisfacer consumiendo los recursos naturales y explotando los mercados y la mano de obra barata del resto del planeta. Para este propósito es que China resulta un enemigo tanto o más peligroso que Rusia, por más que los diferencie en el lenguaje diplomático. Baste recordar el agresivo rearme de Taiwán, el entrenamiento de su ejército a marchas forzadas, el patrullaje constante de sus buques de guerra por el estrecho que separa la isla y la China continental y las recientes declaraciones guerreristas del presidente Biden de hacer uso de sus armas si China se atreve a invadir la isla. 

Alan Estevez, del Departamento de Comercio de EE.UU., declaró hace poco: “… China no puede construir capacidades que luego utilizarán contra nosotros, o contra sus vecinos, en cualquier tipo de conflicto”; y el mismo personaje dijo en ocasión reciente: “Mi objetivo es impedir que China pueda utilizar esa tecnología para avanzar en su ejército, modernizar su ejército” (WSWS, 8 de julio de 2022). La pregunta obvia es, ¿cómo piensan conseguir eso Estevez y sus jefes del Pentágono? En el foro anual de defensa y seguridad de Asia, celebrado el domingo 12 de junio en Shangri-la, Singapur, Lloyd Austin, secretario de Defensa de EE.UU. acusó a China de “intimidación”, “provocaciones”, “desestabilización”, “agresión” y “coerción” en torno a Taiwán y en los mares de China Oriental y Meridional”, y presumió el «poder de las asociaciones» y de la «red de alianzas sin parangón» de Estados Unidos en la región, como la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), el grupo de Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (Quad), formado por EE. UU., India, Japón y Australia, y la asociación militar trilateral AUKUS, con Australia y el Reino Unido. (WSWS, 14 de junio de 2022). 

Las intenciones que hay en todo esto no pueden ser otras que preparar un ataque mortal contra China, quizá después de derrotar a Rusia. ¿Podrá China resistir una embestida semejante y sobrevivir, ella sola, ya sin el apoyo de Rusia? ¿No sería mejor arriesgarse ahora a una alianza entre las dos potencias amenazadas por un enemigo común?

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