La partidocracia

Nadie le hace tanto daño al sistema como aquellos funcionarios que se niegan a dialogar con organizaciones sociales autogestionarias.

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Hay quienes afirman que la llamada civilización o cultura occidental no vive en una democracia auténtica, como gustan de decir y repetir sus teóricos e ideólogos más conspicuos, sino en una partidocracia. ¿Por qué en una partidocracia? Porque son los partidos los únicos sujetos de derechos políticos, a diferencia del resto de la sociedad (es decir, lo que Gramsci llamó  la sociedad civil) cuya participación en la vida política de sus respectivas comunidades nacionales se reduce a elegir, con su voto, entre las distintas opciones que tienen a bien ofrecerle los partidos. En breves palabras: su único derecho es el derecho a elegir amo.

Los partidos, en cambio, se reservan para sí todas las actividades que tienen que ver con la organización y funcionamiento del Estado, con la forma de gobierno que dicho Estado debe tener, con la estructura e integración del mismo, con los servicios y actividades que debe prestar y desempeñar, con la reglamentación de todos los aspectos fundamentales de la vida de los ciudadanos y, ante todo y sobre todo, el derecho a disputar el poder político de la nación y a proponer candidatos para ocupar todos, absolutamente todos, los llamados “puestos de elección popular”. En estricto sentido, los funcionarios de una democracia occidental no salen del seno de toda la sociedad ni el programa de gobierno que enarbolan expresa las aspiraciones y demandas de la misma. Los elige su partido, y su plan de trabajo sintetiza la ideología y los intereses de los militantes de éste. Consecuentemente, el gobierno conformado por ellos no representa a la sociedad en su conjunto sino al partido que los llevó al poder. De ahí el nombre de partidocracia.

El gobierno de los partidos es una falsa democracia; niega en los hechos la esencia de esta última que es, precisamente, el derecho del pueblo a participar, abierta y libremente, en la conformación del equipo de hombres que deben gobernarlo y, sobre todo, en la toma de aquellas decisiones trascendentes que impactan de modo decisivo la vida y el bienestar de toda la ciudadanía y que cambian el rumbo del país en cuestión. Sin embargo, cuando la formación económico-social en que actúan los partidos funciona aceptablemente bien, los ciudadanos comunes y corrientes no sienten la necesidad de participar directamente en los asuntos públicos, no sienten la urgencia de tomar en sus manos, sin ningún tipo de intermediarios, la discusión y la solución de los problemas más graves y urgentes que los acosan. En tales condiciones, la partidocracia juega bien su papel de encauzadora de las inquietudes masivas y su dominio es tolerado, y hasta aplaudido a veces, por las grandes masas populares a quienes mutila y conculca sus derechos.

Las cosas cambian cuando el modelo económico-social no responde, aunque sea en mínima medida, a las aspiraciones y necesidades populares; cuando el denominador común es la pobreza, la marginación, la ignorancia, la insalubridad, el hambre y la injusticia social en todas sus formas y manifestaciones. Entonces la partidocracia, con su insistencia en el respeto irrestricto a las viejas leyes y tradiciones que le dan vida, con sus intentos por reforzar y endurecer su monopolio sobre los órganos y mecanismos esenciales del gobierno, muestra su verdadera esencia, su carácter de camisa de fuerza que pretende contener el surgimiento de nuevas formas de organización popular y de creativas formas de lucha social, que buscan paliar las difíciles condiciones de vida en que se desenvuelven las grandes mayorías trabajadoras y desempleadas. En tales condiciones, la partidocracia, en vez de mostrarse flexible y evolutiva, se cierra totalmente a cualquier manifestación política que no esté controlada por ella y que, a su juicio, represente una competencia y ponga en riesgo su dominio. Surge entonces una santa alianza entre los partidos preexistentes con el fin de impedir la creación y el desarrollo de nuevos partidos políticos que les disputen el poder, o lo que pudiera considerarse como un embrión de los mismos. La consigna parece ser: “ya estamos completos; el pastel ya está repartido y no hacen falta más comensales; nuevos partidos sólo generarían desequilibrios e intranquilidad social y, por tanto, deben ser prohibidos terminantemente”.

Sale sobrando decir que, semejante postura, no es sólo lógicamente incongruente por cuanto niega a otros el mismo derecho que reclama para sí, sino, lo que es más grave, políticamente errónea porque, al cerrar la puerta de la lucha política legal a los inconformes, a quienes, por una u otra razón, no se sienten representados por los partidos existentes, los reduce a la desesperación, a la impotencia y, por tanto, los obliga a buscar caminos fuera de la ley para dar curso a sus inconformidades. Desde mi punto de vista, no andan muy desencaminados quienes afirman que la proliferación de grupos que se autodenominan guerrilleros no es solamente el resultado de la tremenda injusticia social que priva en el país y de la miopía y dogmatismo trasnochado de los dirigentes de estos movimientos, sino también de la escasa flexibilidad que muestra el sistema para permitir la formación y libre actuación de nuevas corrientes políticas no enmarcadas en los partidos políticos tradicionales.

Sostengo, por eso, que nadie le hace tanto daño al sistema, que nadie atenta tanto contra la paz social y la tranquila convivencia de los mexicanos, como aquellos funcionarios que se niegan a dialogar con organizaciones sociales autogestionarias, que demandan servicios y derechos elementales de sus agremiados en un intento por atenuar la injusta distribución del ingreso nacional, simplemente porque no pertenecen a su partido o porque ven en su accionar un desafío a su poder omnímodo y a su sagrada investidura. Que los mejores aliados de la guerrilla, quienes más firmes argumentos les prestan a sus ideólogos, son aquellos funcionarios que atacan y persiguen, como si se tratara de peligrosos delincuentes, a los ciudadanos organizados que les demandan solución a sus problemas argumentando que, lo que en realidad buscan, es conquistar el poder que ellos detentan. Como lo puede discernir una mente sana, ese modo de razonar huele a paranoia, pues no necesariamente todo el que actúa, sobre todo si lo hace con banderas reales y legítimas, busca conquistar el poder político. Pero aunque así fuera ¿dónde está el delito? Si buscar el poder por los caminos previstos por la ley es un crimen, entonces los primeros criminales serían los funcionarios que lo poseen actualmente y los partidos que los ayudaron a conseguirlo.

El buen consejo diría que, mientras más difícil se muestra la situación económico-social de un país, mayor flexibilidad y voluntad de cambio deben mostrar quienes lo gobiernan, mayor disposición a escuchar y abrir campo a las fuerzas inconformes, de modo que estas no tengan pretexto alguno para apartarse de los caminos de la ley. Desgraciadamente, en los hechos ocurre todo lo contrario.

Quienes hoy comparten la responsabilidad de gobernar al país, no deberían olvidar que la verdadera democracia es aquella que otorga a éste, en los hechos y no solo con palabras, el derecho a modificar su forma de gobierno, sin alterar la esencia del Estado, sin más requisitos que aquellos que la propia ley establezca. Democracia que no permite la actuación libérrima del pueblo, empezando por respetar su derecho a organizarse como a sus intereses convenga, es una democracia en el nombre pero una dictadura en la práctica. Quienes atacan a la organización popular son dictadores en potencia.¡Cuidado con ellos!

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