Atención

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Escribir es poner atención. De esta forma definió la ensayista Susan Sontag a la escritura durante los últimos años de su vida. Ursula K. Le Guin creía que para escribir había que aprender a escuchar. Hoy en día, ambas acciones lucen utópicas en una atmósfera de comunicación instantánea que acercó a las personas a través de las pantallas, pero en detrimento de su capacidad de observación de quienes los rodean. Por consecuencia, la escritura ha evolucionado creando una nueva codificación dentro del proceso tecnológico para entender el contenido de los mensajes realizando el menor esfuerzo posible. 

La literatura exige el uso de los sentidos para tomar prestada la sonoridad del entorno, creando conexiones con él. Sería imposible imaginar cualquier tipo de escritura sin la existencia de la naturaleza o de un cielo que adquiera la faz de distintas tonalidades de colores. Incluso, la cotidianidad que embarga la vida en las ciudades impacta directamente en la narrativa que pueda espetar esa sociedad. Sin estas fuerzas externas los símbolos se tornan inocuos y desiertos. La escritura es comunicar, pero también es sinónimo de resistencia para comprender el tiempo y espacio que cohabitamos. Cuando escribir es otra forma de existencia, el escritor tiende a repetir sus ideas para manifestar sus protestas, agradecimientos y penas, que exige una voluntad constante de afirmación de la mano de sus paisajes reconocidos. 

Quizá una de las peores cosas que le pueden suceder a un amante de las letras sea enfermar. Pensaría en el Parkinson como una de las peores, ya que lo despoja de sus habilidades motrices, así como del equilibrio para sostener un libro e inventar otra realidad. Cuando el mal se apodera del cuerpo suele no existir espacio para otro deseo que no sea el de sanar, aunque con ello se extirpen los deseos de escribir. 

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