Centraleros de Antonio Pacheco Zárate
"Centraleros" de Antonio Pacheco Zárate ofrece una mirada sin filtros a la realidad de Oaxaca, desafiando estereotipos turísticos
Una rata corre apresurada para salvar la vida. Sin embargo, un grupo de cargadores de la central de abasto la atrapa. La meten a una jaula. Una voz ordena ahogarla en la cisterna. El roedor se hunde. Los chiflidos aumentan como si se tratara de un enemigo. Peor: como si se tratara de un circo. Es difícil ahogar a una rata, saben nadar. El agua parece ser su medio. Al fin cede y la rata muere dentro de la jaula sin saber qué ocurrió. De un momento a otro, toda certeza desaparece. Así ocurre en Centraleros de Antonio Pacheco Zárate, quien nos invita a deshacernos de la idea folclórica que tenemos de Oaxaca para meternos en la profundidad de la periferia de una ciudad de que también llega a ser sórdida. Tanto las ciudades como los habitantes tienen un lado oscuro. Un lado al que muy pocos se atreven a mirar, ya sea porque el reflejo es demasiado crudo o la identificación demasiado poderosa. Antonio Pacheco Zárate escribe la historia de Brandon, con quien recorremos tugurios, cantinas y antros gay oaxaqueños entre costales de chiles secos, especies, cerveza y bailes en donde el Monarca –un drag, divertido, espejo de Brandon– es su guía y su mejor amigo. Así conoce a Emilio, quien de manera ¿casual? se le atraviesa en la vida y comienzan una gran amistad, la cual terminará en la cama. Centraleros no es una novela que apueste por la defensa del movimiento LGBTQ, no es una novela de propaganda; por el contrario, estamos frente a una novela que nos muestra cómo es la vida cuando las militancias no están en el lenguaje cotidiano de una sociedad que aborrece a las personas de las minorías, una sociedad llena de odio. La lluvia, el agua desembocará como símbolo de lo que habrá de olvidarse, como la rata que se ahoga sin saber qué le pasó. Se trata de una novela en donde el desprecio al padre y a la madre se da a través de las acciones y de la muerte. Martín, el hermano menor de Brandon es asesinado por algo que a últimas fechas se ha vuelto común en este país: el robo de un celular al que se opone y el desenlace –ya lo conocemos– es algo que ocurre todos los días en México. Esta acción, aparentemente, no repercute en el sentir de sus padres, quienes no se atreven a moverse de su pedestal, en donde ambos creen tener la razón sin darse cuenta que tanto su padre como su madre fueron derrotados por la vida al perder a un hijo. En medio de todo se encuentra Brandon, a quien el dolor y el rencor le laten en el pecho cuando observa cómo se le eriza la piel al contacto del cuerpo de Leticia y de Emilio. Una encrucijada doble: Leticia es un amor que jamás alcanzará pues es la hija del dueño de la nave donde trabaja en la central de abasto. Y Emilio también es un amor imposible, solo que de diferente forma: en su cuerpo se guardan los secretos del cuerpo masculino, la virilidad y la homosensualidad. La novela aborda a una sociedad festiva y turística, que en pleno siglo XXI, discrimina a los pobres. Está presente también el tema de la prostitución masculina como un acto cotidiano y que al mismo tiempo también se disfraza con una máscara de hipocresía, en donde aquellos que venden sus cuerpos se niegan a sí mismos a sentir placer y son capaces de arrancar la vida de otros con tal de no reconocer su homosexualidad: son hombres doblemente negados. Porque México está plagado de machos capaces de morir antes de transparentar su sexualidad. Antonio Pacheco Zárate escribió una novela cruda, en donde coloca aquello que no nos atrevemos a mirar porque no es la Guelaguetza o Lila Downs delante de nuestros ojos. Con ello descubrimos que la ciudad de Oaxaca es más que mezcal y bares en donde se emborrachan los gringos y europeos veteranos. Descubrimos el infierno que padece cada uno de los habitantes de la clase trabajadora, que se despierta muy temprano a llevar los diablitos llenos de verduras y se acuesta muy tarde entre el sexo rápido de cajas estibadas y olor a cilantro. Nos muestra una Oaxaca que es más que tlayudas. Estamos frente a una novela que nos deja la sangre y la venganza saboreando por varios días en nuestros labios. Esa no es Oaxaca, dirán algunos, mientras no se dan cuenta que una rata corre a esconderse bajo sus pies para que no la capturen. ¿Es tuya la mano que hunde la jaula? Centraleros de Antonio Pacheco Zárate, publicada por Matanga Taller Editorial. 2022ColofónEste año se cumplirán 382 años de la edición del primer libro impreso en Puebla: Sumario de las indulgencias y perdones concedidas a los cofrades del Santísimo Sacramento, impreso por Pedro de Quiñones y en cuyo contenido aparece una serie de peticiones de quienes integraban dicha cofradía para salvar su alma. Estas indulgencias garantizaban hasta mil años de gozo de la gloria para quien participaba de una serie de rezos. ¿Por qué es importante este dato? No por la religiosidad sino porque nuestra historia impresa es muy joven –ni siquiera tiene medio siglo– y nos vendría bien una revisión de aquellos libros impresos y editados en Puebla. Y más específicamente convendría hablar de los autores poblanos de las épocas más recientes. Aquí hay 3 escritores poblanos recientes a los que hay que seguirles la pista –de las autoras nos ocuparemos en otra columna–, pues su escritura se encuentra en la poesía, el ensayo y la narrativa. Ellos son: el poeta Samuel Espinosa Momox, autor de Esto me parece una excelente metáfora aunque no sé muy bien de qué; el ensayista Juan Carlos Báez, autor de Infiernos ejemplares; el narrador David Marín, autor de La subasta del cono. Aquí un dato que los hace coincidir, aunque no se conozcan entre ellos: los tres son egresados de la Preparatoria Emiliano Zapata de la BUAP. Como decía el maestro Ibarra Mazari: ya mis burros van lejos, voy y vengo. |
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