Lunes 25 de Agosto de 2025

Le conocí hace más de una década, puede ser ella, puede ser él, son varias personas, no todas, pero hoy es él. Le conocí repartiendo trípticos a las afueras de un recinto que reunía apenas a un centenar de personas en torno a la conformación de un movimiento como partido. Aún estaba molesto, por la derrota de Andrés Manuel López Obrador en 2012, y se quejaba de esas prácticas clientelares que llevaron a la presidencia a Enrique Peña Nieto

Aún estaban muy presentes las tarjetas de Soriana repartidas por el candidato del PRI, la molestia: lucrar con la pobreza de las personas para llevarlas a votar, comprar votos con promesas, acarrear personas a las urnas, y valerse de cualquier artimañas con tal de arrebatar al entonces candidato del PRD,PT y MC la posibilidad de ser presidente.

Gritaba consignas, repartía periódicos, y sobre todo buscaba convencer a más personas de sumarse a conformar el partido movimiento que años después llevaría a la presidencia a AMLO. Su voz se hacía escuchar, y su crítica a lo que llamada "el viejo régimen" siempre era aguda, frontal, y hasta elocuente.

En 2018, con la llegada de Andrés Manuel López Obrador, ocupó un cargo muy importante en uno de los órdenes de gobierno. Resultaba lógico, resultaba necesario. El partido-movimiento estaba por primera vez impulsando a una nueva clase política, una de izquierda, una con conciencia social, una que privilegiara el servicio y sus convicciones decían.

Con el nuevo encargo llegaron los privilegios: un salario mensual diez veces mayor a lo que ganaba en su anterior empleo, personas en su entorno que le ayudaban en todo, que le obedecían, que todas las mañanas elogiaban los discursos que leía, que le hacían. 

Cuando le volví a ver, se enojaba con alguien porque la camioneta que lo llevaría a algún lugar, no llegaba, refunfuñaba y regañaba a un joven asistente que agachaba la cabeza y le decía "una disculpa señor". El vehículo llegó, le abrían la puerta y lo abordó. Se mudó, compró una casa en Lomas de Angelópolis, una zona residencial de alto perfil en Puebla. Se compró un auto de lujo, después una motocicleta, viajaba, sus amistades crecieron, su círculo social también. 

En todo ese tiempo el discurso era casi el mismo: no robar, no mentir, no traicionar al pueblo. Impulsor de los programas sociales de AMLO, defensor ferviente de sus reformas y la consolidación de su liderazgo al interior del partido movimiento.

Su cargo terminó, como terminan todos los cargos de la función pública, le habían prometido un nuevo espacio, con el mismo o mayor poder, con el mismo o mayor sueldo. Pero las circunstancias políticas de Puebla cambiaron, la fortuna no le sonrió del todo. La casa se tenía que terminar de pagar, los autos también, su nuevo estilo de vida le obligaba a buscar un cargo a como fuera de lugar. 

Negoció, calló, y dejó de confrontar. Le ofrecieron un cargo menor dentro de otro orden de gobierno, lo aceptó, la paga era menor, pero le permite mantener sus nuevos gastos.

Dejó de ser la voz elocuente de Morena, asiente todas las indicaciones, tolera todas las malas prácticas que criticó; reparte tarjetas y utilitarios para afiliar nuevas personas al partido oficial; abraza y negocia con quienes conversos de otros partidos llegan a ocupar los espacios de poder abanderados por el partido oficial; justifica las pifias, repudia la crítica, descalifica a la prensa que le señala a él y sus nuevas amistades. 

En Morena conviven dos almas: la de las bases y fundadores que aún sostienen con convicción la lucha social, y la de una vieja clase política que vio en el movimiento la oportunidad de reciclarse. Mientras las primeras insisten en los ideales de transformación, justicia social y cercanía con la gente, las otras se han acomodado en los cargos y presupuestos, reproduciendo los mismos vicios del pasado.

Lo paradójico es que algunas y algunos militantes, en lugar de resistirse a esa infiltración, han optado por tolerarla. El acceso a un sueldo, a una plaza, a un puesto en la burocracia partidista o gubernamental ha resultado más poderoso que los discursos de coherencia. Así, en nombre de la estabilidad personal y del privilegio recién adquirido, se ha normalizado la presencia de quienes representan prácticas que Morena prometió superar.

El costo de esa permisividad lo pagan las mismas personas fundadoras que, marginadas y desplazadas, hoy observan cómo las decisiones se concentran en manos de personajes que antes eran el enemigo político. La militancia que soñaba con una transformación desde abajo ha terminado cediendo terreno, y con ello, se diluye la esperanza de que Morena siga siendo un instrumento de la sociedad y no un refugio de las élites que buscaban sobrevivir en el poder.

Hasta la próxima.

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