Atrás de mi casa hay una sucia bandera ondeando desde septiembre de 2014. Con las lluvias se ha percudido y el sol la líe con obstinada rabia, como esa que provoca ver las fotos de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa; muchachos recios, morenos, curtidos en la montaña y la costa, con la picardía de la edad en la mirada unos, con la gravedad en el gesto otros. Estos no tienen cara de intelectuales de café como algunos del #YoSoy132, que hasta Televisa apapachó en sus espacios estelares hace seis años. Quizá ellos no han leído a Touraine ni a Bourdieu, pero se dice por ahí que leen mucho y conocen muy bien la historia de México. Tienen bien tatuada la reciedumbre del activista yaqui Mario Luna y de María de Jesús Patricio Marichuy. ¡Hasta en la lucha de clases hay clases! Lee: Actores de Jurassic Park protagonizarán Jurassic World 3
A cinco años de este agravio a la memoria, los muchachos no están, ni allá ni acá. Ni siquiera están. Y eso ofende, como esta imagen que de pronto se revela al centro de la bandera desleída: un monstruo parado en un peñasco devorando a sus hijos. Me niego a aceptar que los 43 jóvenes normalistas “están desaparecidos”, porque esto implica una contradicción no sólo jurídica sino filosófica: si se está desaparecido NO SE ESTÁ. Igual que “estar ausente” significa que NO SE ESTÁ. Y lo importante y urgente no es sólo que aparezcan, sino que NO DEJEN DE EXISTIR.
Es la única manera en que podríamos reconciliarnos con ese harapo tricolor que cuelga del aire. |