Mario GALEANA Entra al mercado y se dirige, como todas las mañanas, hacia la esquina en la que su negocio se ubica. Por ese camino angosto, otros comerciantes como él lo saludan: “Buenos días, don Facundo”. “¡Muy buenos días!”, responde él. Entra a su negocio y enciende la televisión. Mientras acomoda la carne y los quesos, llegan a él las voces del noticiero de la mañana que hablan y hablan, mientras él continúa acomodando sus productos en el refrigerador que está a su costado, prendiendo focos para calentar el chicharrón, rellenando las repisas, como lo son los frascos de miel que también oferta. Mira el calendario que le ha mostrado los días y los años que han transcurrido en su labor. Minutos más tarde, aproximadamente a las siete de la mañana, el puesto de carnicería del que Facundo es dueño, está listo para recibir a sus clientes. Carnicero de oficio Facundo es uno de los cien comerciantes que laboran en el Mercado Nicolás Bravo, mejor conocido como El Parral. Pero él, ahora, lleva más de 20 años dentro de las paredes del mercado. “Yo soy carnicero de oficio desde que recuerdo”, dice Facundo dentro de su local, mientras saca filo, movimiento tras movimiento, a los distintos cuchillos con los que corta la carne. Después, sostiene el mandil y se lo amarra. Listo el atavío, toma los grandes pedazos de cecina y de carne enchilada y, corte por corte, va haciendo de ellos filetes delgados, mientras sus manos van impregnándose del olor y del color de la misma. “Sí, son más de 20 años los que llevo trabajando aquí. Más de 20 años”, cuenta Facundo mientras toma el control remoto y apaga la televisión, para que las voces de los conductores no lo hagan confundirse entre los recuerdos. Se torna dubitativo y mira hacia el techo. Entonces la fotografía, que se exhibe a sus espaldas, entra en acción como recuerdo vivo, permanente. Es el mismo Facundo, pero muchos años atrás. Es el mismo mercado, pero muchos años atrás. En ella, Facundo ríe y está rodeado, igual que ahora, de carne. Aunque hay algo que ha cambiado, como él mismo cuenta: “Antes yo vendía, por semana, 30 kilos de carne enchilada, 20 de cecina y 20 de chorizo. Pero hoy, si bien me va, vendo 15 kilos de carne enchilada, 15 de carne de res y 10 de chorizo. Las ventas han disminuido en un 50 por ciento.” Y Facundo, a través de las grandes micas rayadas de sus anteojos, mira la fotografía como si pudiera vivir ese pasado. Pero no está triste ni mucho menos, porque, como él mismo cuenta, “el negocio da lo que tiene que dar”. “En ese entonces pude sacar a mi familia adelante. Hoy mis hijos son grandes, ya no me necesitan tanto, pero aquí sigo porque aquí tengo que estar”, recuerda Facundo nostálgico pero feliz, mientras se lleva la mano derecha a la barba rala, canosa. Además de la fotografía, tras de sí reposa un espejo, botes de plástico y una Biblia a la que Facundo se encomienda porque “aquí vamos a estar, en el negocio, hasta que Dios quiera”, dice Facundo. Los recuerdos Facundo ha vivido buenos y malos momentos. Son 20 años en los que ha logrado hacer amigos dentro del local, como confirma la comerciante de fruta que labora frente a su negocio y que pregunta: “¿Cómo está hoy, don Facundo?”, y a lo que Facundo responde: “Pues estamos, que ya es ganancia”, y ríe. Ríe sin contemplaciones al igual que cuando recuerda uno de los episodios más divertidos. “Recuerdo que hace unos años estaba en boga la campaña del No Corro, No Grito y No Empujo, pero una vez tembló fortísimo y el primero que quiso salir corriendo fue un policía. Pero tropezó justo frente a mi local y cayó de boca. Y yo pensé, ¿dónde quedó el no corro, no grito y no empujo?” En ese momento, la risa es interrumpida ante la llegada de una compradora, de una doñita, como Facundo dice, y agrega: “¿Qué va a llevar hoy?, contento de poder hacer lo que más le gusta, en el lugar al que más conoce. |