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El día en que un tuerto fue gobernador

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EL TUERTO El día en que un tuerto fue gobernador

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Jesús Morales, desde su liberación de la cárcel, juró lealtad a Emiliano Zapata; perdió el ojo en una riña callejera; fue uno de los más importantes generales de la Revolución Mario GALEANA  Al escuchar su sentencia, El Tuerto levantó la vista del suelo y miró con su ojo derecho a los cinco generales que integraban el Consejo de Guerra y que recién lo habían declarado traidor a la Revolución. Sus labios poblados por un grueso bigote negro, pidieron que por lo menos su cabeza fuera puesta en los linderos de un ejido. Quería morir “sintiéndose agrarista”, les dijo. Se desconoce si ese último deseo de El Tuerto fue cumplido. Lo que sí se sabe es que su ejecución se llevó a cabo un 12 de mayo de 1914, mientras el sol de mediodía bañaba al municipio de Tlaltizapán, Morelos, a casi 150 kilómetros de Petlalcingo, Puebla, la tierra que lo vio nacer y que incluso dos años antes lo había visto convertirse en gobernador del estado. Puebla, gobernada por un tuerto Dos años habían pasado desde aquella primera llamarada que brotó el 20 de noviembre de 1910. Aunque el fuego de la Revolución ya había consumido al dictador oaxaqueño Porfirio Díaz, las llamas permanecían vívidas, lejos de convertirse en cenizas. El ascenso de Francisco I Madero al poder parecía no haber cumplido con las demandas de los siempre insurgentes zapatistas, lo cual motivó la firma del Plan de Ayala el 28 de noviembre de 1911, en Ayoxuxtla, Puebla. “¡Esos que no tienen miedo que pasen a firmar!”, gritó el máximo líder del Ejército Libertador del Sur, Emiliano Zapata, al grupo de generales que lo rodeaban —señala el libro Cuatro testimonios de veteranos zapatistas, de Plutarco García Jiménez— y entre quienes se encontraba Jesús El Tuerto Morales, a quien Zapata había conocido y liberado en la cárcel siete meses antes durante la toma de Chiautla de Tapia. Se sabe que desde muy pequeño la sangre del que se convertiría en uno de los más importantes generales zapatistas hervía: era belicoso y peleonero; desde muy joven había perdido el ojo izquierdo en una riña callejera, ganándose así el apodo permanente de El Tuerto —de acuerdo con Los Compañeros de Zapata, publicación de Valentín López González. Jesús Morales juró, desde su liberación de la cárcel, lealtad a Zapata y se unió al Ejército Libertador del Sur, participando así en los ataques de Chietla e Izúcar de Matamoros, en la toma de la fábrica de hilados y tejidos de Metepec, hasta en el sitio de Cuautla, que duró del 13 al 20 de mayo de 1911. Por eso, aquel 28 de noviembre, El Tuerto fue uno de los que “no tuvieron miedo” y su firma yace desde entonces en aquel plan que tenía como lema “Reforma, Libertad, Justicia y Ley”. El Ejército Zapatista continuaría con su jornada por la Mixteca poblana y establecería en el municipio de Petlalcingo —localidad que hasta la fecha permanece como una de las más pobres en el país— un gobierno estatal alterno al del gobernador maderista de Puebla, Nicolás Meléndez. Las tierras eran conocidas por El Tuerto y quizá por ello Zapata declaró a la localidad como segunda capital del estado, nombrando a Jesús Morales como gobernador provisional el 19 de marzo de 1912. Puebla era entonces —según la obra La Revolución Mexicana en Puebla— ingobernable al igual que el resto del país. El Tuerto se mantendría como gobernador alterno hasta noviembre de 1912, cuando hubo elecciones en el estado y triunfó, de nueva cuenta, un maderista: el abogado Juan Bautista Carrasco La traición de El Tuerto Pero algo cambió en pocos meses. La lealtad de El Tuerto fue resquebrajándose y, tras el asesinato de Francisco I Madero, durante el 22 de febrero de 1913, el hasta entonces general zapatista reconoció al gobierno del “usurpador” Victoriano Huerta e incluso un año después de haberse convertido en gobernador zapatista de Puebla, trató de disuadir a otros generales para abandonar las tropas de Zapata. Los motivos de su traición permanecen inciertos. Durante su juicio en el cuartel general de Tlaltizapán, El Tuerto alegó que su reconocimiento a Victoriano Huerta tenía como objetivo hacerse de elementos de guerra y dinero, pero el Consejo de Guerra no tuvo piedad y lo declaró culpable; se le exigió el aliento, cerrando así, para siempre, el único ojo que le quedaba vivo.