En un fraccionamiento, autos de más de medio millón de pesos; en el otro, el agua “cae” dos veces por semana Mario GALEANA Al poniente, en los límites de Puebla y Cuautlancingo, se encuentra uno de los fraccionamientos más exclusivos y extravagantes de la capital: San José del Puente. Tres guardias de seguridad privada vedan cada una de las entradas del fraccionamiento residencial recorrido de principio a fin por un camino empedrado, y en donde, apostadas, en los costados, destacan las portentosas viviendas y mansiones, de las cuales sólo se ven salir camionetas y autos de lujo, además de albañiles y trabajadoras domésticas. Alrededor de San José del Puente, la realidad es otra. Colonias como Santa Cruz Buena Vista, La Libertad, Pueblo Nuevo y Reforma Sur se baten entre la falta de servicios públicos, las aguas negras, la delincuencia, la drogadicción y la pobreza. La Puebla de los Ángeles no es más que una gran maqueta de contrastes. Ante la pobreza, muros A la Troya de la capital, como podría denominarse a San José del Puente, la resguardan más de cuatro casetas de vigilancia y cada una de las calzadas que la componen posee, como mínimo, una cámara de seguridad. Además, de las videocámaras instaladas en las entradas y en las esquinas de las viviendas. En los estrechos caminos del lujoso centro residencial hay, como adornos, cruces de piedra de más de metro y medio, y a través de ellos desfilan automóviles de más de medio millón de pesos, aunque esto no es de sorprender: algunas viviendas son puestas en venta en 1.5 millones de pesos; y otras, de menos de 400 metros cuadrados, en 5.5 millones. Pero San José del Puente es un fraccionamiento fantasma. Además de los lujosos automóviles, a los únicos que se ve desfilar entre sus calles son jardineros, trabajadoras domésticas y albañiles que se dirigen a otro mundo. Un mundo que habitan y que se encuentra, de forma paradójica, a menos de medio kilómetro: Santa Cruz Buena Vista. En Santa Cruz no hay lugar para la queja. A pesar de que desde hace seis meses han intentado exigir que el servicio de agua potable –que “cae” dos veces por semana– mejore, y que las vialidades sean pavimentadas de una vez por todas, las autoridades municipales guardan silencio. No hay lugar para la queja, pero sí para resignación. “Si viera cómo está mi calle se daría cuenta de cómo vivimos –narra Agustina Amado, habitante de Santa Cruz, mientras rodea la entrada de San José del Puente–, no se compara a como viven aquí. Allá no hacen nada. Allá las calles son pura tierra. Aquí es otra ciudad –añade mientras señala con la mirada el lujoso fraccionamiento . A menos de 500 metros del fraccionamiento residencial se encuentra, a su vez, la colonia Reforma Sur, aunque los divide –como a la frontera entre México y Estados Unidos–, un gris afluente: el río Atoyac. Como si los atracos y la falta de alumbrado público no bastaran, el cauce del Atoyac inundó, durante el año pasado, más de 20 viviendas en la colonia Reforma Sur. La marca que dejó la humedad sobre las viviendas es, para los colonos, un mal recuerdo que se renueva día a día, mientras corren las cortinas de sus viviendas y observan, también con resignación, el río de muerte que corre frente a ellos. La Puebla de los Ángeles no es más que una gran maqueta de contrastes y de resignación. Los otros mundos En La Libertad y en Pueblo Nuevo no conocen el fraccionamiento de San José del Puente. Hablar de cámaras de videovigilancia, mansiones y automóviles de costos millonarios resulta ajeno a los habitantes del par de juntas auxiliares. De lo que no dudan en hablar es de la delincuencia que evaden, o intentan evadir, y de los “chamacos” que se adhieren a las pandillas como si se tratase de cualquier oficio. Mariana, quien prefiere no dar a conocer sus apellidos, los ha visto. Inician, dice, saliéndose de sus escuelas y juntándose con los pequeños grupos juveniles que se reúnen en esquinas, en los lotes baldíos y en los parques para fumar tabaco y marihuana, inhalar activo y, si la situación económica lo requiere, “arrebatarles las bolsas de mercado a las señoras, porque ni eso respetan”, dice desde la parte trasera del aparador de su tienda de abarrotes, como si contara un secreto. “O hasta los celulares y las mochilas de los niños que salen de la escuela”, agrega la locataria de la junta auxiliar de La Libertad. Y en Pueblo Nuevo, mejor conocido en la ciudad de Pueblacomo la colonia Ignacio Romero Vargas, la situación es similar. Ahí, de acuerdo con el testimonio de los colonos, el crecimiento de bandas juveniles ha sido más que notable. “Los muchachos –dice un hombre de edad madura, desde el dintel de su puerta– van y se meten sus cosas hasta frente a la escuela. Nadie dice nada. La policía a veces los para, pero nomás los pasea un rato, y a la vuelta los baja. Son muchachos pobres, por eso. No tienen nada qué quitarles”. La Puebla de los Ángeles no es más que una gran maqueta de contrastes, de resignación y de muchachos a los que no hay nada qué quitar. |