Atención médica ni para americanos alcanza: paisana en L A

Hay desbasto de personal médico, muchos han renunciado ante la presión física y emocional. También escasean insumos.

Aunque presentase todos los síntomas relacionados con el COVID-19, Abigail, de 23 años, no tendría mejor suerte que el resto de los habitantes de Los Ángeles al acudir a un centro médico; incluso si tuviera la residencia permanente, asegura, lo cierto es que la atención hospitalaria y las coberturas laborales, no alcanzan para los propios ciudadanos norteamericanos.

Hasta que tengas mucha fiebre y dificultades para respirar te hacen la prueba, pero a casi todos los mandan a sus casas”, relata para El Popular, diario imparcial de Puebla, la joven poblana, quien vive desde hace algunos meses en el país vecino con su pareja, Sam, de 27 años, quien asiste en uno de los hospitales más conocidos del sur de California.

Abigail, por su parte, trabaja en un restaurante que a razón de la contingencia ha tenido que recortarle sus horas. Sin seguro médico, toma todas las precauciones necesarias al entrar y salir de casa. Los Ángeles, como ciudad santuario, ofrece mayor protección a la población migrante, sin embargo, esperan no recibir sorpresas. “Saldría carísimo sin seguro”, comenta.

Los Ángeles, de acuerdo con las últimas cifras oficiales, registra 18 mil 545 casos confirmados acumulados y 850 decesos; en el estado de California, es el condado más afectado por la pandemia.

Y esto sin contar el impacto económico que ha tenido la crisis sanitaria, orillando a más de 26 millones de personas a acercarse a las oficinas de desempleo.

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“Las señoras del restaurante están muy preocupadas, porque ése es su único ingreso”, comenta Abigail, quien a pesar de la reducción de horas tiene el respaldo de su pareja —que recibirá un cheque por dos mil dólares por parte del gobierno—, además de que durante la pandemia les han suspendido el pago de la renta.

 

 “El miedo es real, quédense en casa”

Sam, hija de padres mexicanos, comenzó a trabajar como asistente hospitalaria y en el área de tomografías al inicio de la epidemia. Una enfermera, recuerda, le dijo que no tenía por qué preocuparse, que existían enfermedades más graves y mortales.

Semanas más tarde, la realidad golpeó a todos con fuerza: de un día para otro, los casos confirmados pasaron de cero a cuatro, una semana más tarde habían alrededor de veinte, y así exponencialmente.

Los insumos médicos, que en un principio se pedía que NO los usaran en los pasillos para “no preocupar a la gente” comenzaron a acabarse, exponiéndolos aún más al contagio; bajo estricta vigilancia, el personal recibe ahora un solo cubre bocas quirúrgico al día, y un cubre bocas N-95 cada tres días.

Muchos de sus compañeros, sobre todo tras las primeras muertes, no han resistido la presión física y emocional, prefiriendo renunciar al único lugar que continúa abierto cada 24 horas.

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“Aun así hay muchos que se presentan y toman turnos adicionales para cubrir esos turnos (...) No tenemos el apoyo del hospital que quisiéramos, pero en este momento no se puede abandonar a nadie, y es por eso que sigo trabajando”, comparte.

El miedo, reconoce, es real, por lo que no hay día en que no piense en su familia, pues por su contacto cercano y constante con pacientes confirmados imagina lo que pudiera pasarles a alguno de sus seres queridos.

Quisiera que la gente viera lo que veo todos los días y se queden en casa. Que vean nuestras manos secas de tanto lavarlas, que vean el sudor después de horas de usar máscaras y lentes de protección (...) Que hagan lo único que se les pide, quedarse en casa, es la única manera de cuidarnos de los que más amamos”.

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