Han pasado más de tres semanas desde que las incesantes lluvias provocadas por el huracán Jerry afectaran diversas zonas de la Sierra Norte de Puebla, entre ellas Pahuatlán. Acudimos a este municipio con la gran deuda que estimamos necesaria contar: Pahuatlán quedó en segundo plano luego que solo registrara una persona muerta y una desaparecida que ni aparece en los registros oficiales, pues se localizó uno de sus brazos. También puedes leer: El eco de la ausencia. La interminable búsqueda de Juan José en Pahuatlán Emprendemos el viaje sabiendo que el camino principal está dañado. Consultamos en Google Maps: el camino alterno, desde la autopista México–Tuxpan, tomará el doble del tiempo que suele llevar. El bloqueo está señalado en la aplicación; el camino que cualquier turista tomaría no es opción. Sin embargo, antes de llegar nos advierten que uno de los principales caminos alternos —aquel que cruza por Cuaunepantla, Tzacuala, en Hidalgo, y Xolotla, en Puebla— requiere mucho cuidado, porque también hay tramos dañados, terracería, pendientes, subidas y bajadas que demandan pericia en la conducción. Es ese el camino que están tomando quienes necesitan acudir en vehículo hacia Tulancingo, Ciudad de México o Puebla.
Tomamos el corredor Tulancingo-Honey-Pahuatlán, el camino usual hacia aquel pueblo mágico. Los primeros 20 kilómetros pasan sin sobresaltos; sin embargo, a la altura de Honey, nuestro vehículo retoma el camino alterno, mientras la brigada de El Popular, periodismo con causa, recorrerá en otro vehículo, y más tarde a pie, los tramos más afectados. Tras 15 minutos, la carretera de pavimento paulatinamente se convierte en terracería. Las montoneras de ramas, piedras y tierra acumuladas en las orillas delatan el trabajo de días por ir despejando la vía.
Nos bajamos del vehículo en una pendiente en curva, caminamos y, conforme avanzamos, aparece una vez más la huella del implacable dominio de la naturaleza sobre las obras de la humanidad. Unos 100 metros de carretera hoy forman parte de una barranca; del camino sólo quedan escasos tres metros de ancho.
Caminamos, observamos el desfiladero: a lo lejos se asoma Pahuatlán; hacia abajo se distingue el resto de la carretera, una parte enterrada por el mismo alud. En el tramo han colocado unas pesadas rocas a lo largo del camino, suficiente para que peatones pasen, pero que eviten que desesperados e imprudentes circulen sus vehículos y terminen de tirar lo que queda del camino. No te pierdas: Huauchinango Naturaleza Implacable El transporte público resolvió parcialmente el problema de movilidad: dividieron su flotilla en dos partes. Las primeras unidades, de un lado del tramo cortado, suben y bajan personas desde Honey hasta ese punto.
Una docena de pasajeros desciende de la unidad; junto a sus pertenencias caminan en el estrecho pasillo que dejó el pedazo de carretera y, posteriormente, continúan entre pendientes y terracería durante uno o dos kilómetros. Ahí esperarán otra unidad que les permitirá continuar el camino hasta Pahuatlán, y viceversa.
El trayecto entre Pahuatlán y Honey, que normalmente tomaría 40 minutos, hoy les lleva hasta hora y media, incluyendo una pesada caminata al borde del precipicio. Un hombre de unos 30 años atraviesa caminando, solitario, mientras nosotros levantamos imágenes. Es originario de Xilepa y cuenta que solía conducir su propio vehículo hasta Tulancingo, pero desde que las lluvias y los derrumbes dañaron las carreteras, deja su auto en Pahuatlán y completa el trayecto entre transporte público y caminatas.
Relata que el jueves de la tormenta se encontraba en Honey, cuando comenzaron los deslaves. Prefirió no arriesgarse y decidió pasar dos noches dentro de su auto.
Ahora, con los caminos fracturados y el transporte limitado, asegura que todo se ha encarecido entre un 20 y 30 por ciento. Aun así, conserva la esperanza de que el gobierno repare pronto las rutas que comunican a la Sierra con el Valle de Tulancingo. Continuamos el camino. Una madre desciende junto a su pequeño, de unos 10 años de edad; hace mucho frío. Una mujer carga en solitario un pesado bulto; otras personas llevan mochilas, bolsas, maletas, cajas de herramientas. Se adaptan, involuntariamente, a los desafíos que les impone la naturaleza. No será fácil recuperar ese tramo de camino.
“¡Va para largo!”, nos dice Roberto Rivera, un mecánico retirado de Volkswagen que recuerda que no había visto algo así desde 1955. “Llovió mucho en el 55. Pahuatlán se llenó de tierra, la lluvia se llevó las carreteras y los puentes también. Fue el 29 de septiembre, en San Miguel”.A la orilla de lo que queda de carretera, nos encuentra y responde afable, como toda persona mayor que quiere contar su historia y compartir la experiencia de sus años.
Explica de manera didáctica y concluye asegurando que será difícil la recuperación del tramo; que lo que debe hacer el gobierno es abrir brecha hacia Ahila, una comunidad cercana. Nuestro interlocutor del municipio quiere convencernos de la magnitud del desastre y nos lleva a más puntos de derrumbes. No es necesario: sabemos la magnitud, pero continuamos recorriendo.
Encontramos casas al borde de precipicios, otra vez los cimientos colgando; puentes improvisados con postes de luz y árboles que sirven de pasos peatonales; puentes que apenas recuperan el pavimento luego de ser rebasados por caudales de arroyos. Decenas de modestos vehículos y unidades de transporte público superan con mucho trabajo los retos de caminos difíciles, enlodados, inestables, apenas transitables, pero necesarios para sostener algo de la actividad económica.
Una vez más, la implacable naturaleza recordó su fuerza: bastaron unas horas de lluvia para deshacer lo que a los humanos les tomó años construir. El lodo cubrió caminos, los ríos se tragaron los puentes y el silencio de la sierra sustituyó el ruido de los motores. La carretera, antes símbolo de conexión y progreso, quedó convertida en una cicatriz abierta. Ahora, mientras la Sierra Norte de Puebla intenta recuperar la ruta perdida, se confirma una lección que parece olvidarse con cada tormenta: la naturaleza no destruye por maldad, sólo reclama su lugar; somos nosotros quienes tardamos mucho más en volver a encontrar el nuestro.
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