LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Enero 27, 2014
Archipiélago Dron, o los que quieran buena conciencia que se tomen un ansiolítico Nada de empezar el año con la habitual sarta de buenos propósitos. Dejémonos de bobadas, que un cambio de año no quiere decir absolutamente nada salvo para los vendedores de calendarios, los sistemas automáticos y los fabricantes de estadísticas que se creen en posesión de la realidad. Archipiélago Dron. El título del nuevo espectáculo del Nuevo Teatro Fronterizo prometía. El día del estreno la Cuarta Pared estaba a rebosar de expectación. No nos disuadió el actor que, provisto de un megáfono, ilustró sucintamente a los espectadores que llenaban el largo pasillo que sirve de antesala, sala de exposiciones, taquilla, bar y sala de espera, de lo que es un dron, qué es capaz de hacer y cómo desbaratarlo. Gastaba un humor punzante, y aguijó un poco más la curiosidad de los atraídos al teatro para ver una obra ¿sobre? los drones: esos artefactos no tripulados, manejados a distancia, capaces de matar, hacer una fotografía, entregar un libro a domicilio… Nada menos que archipiélago. Conjunto de islas, conjunto de ideas. (Para la RAE: «Conjunto, generalmente numeroso, de islas agrupadas en una superficie más o menos extensa de mar»). Hoy mismo el International New York Times, en su última página, bajo el título Drone gives photography a new angle, muestra Kit Eaton su entusiasmo ante las prestaciones del DJI Phantom 2 Vision. Se trata de un dispositivo electrónico provisto de una sofisticada cámara capaz de tomar vídeos o fotografías a gran altura, fácil de manejar desde tu propio teléfono móvil, con un sistema que reduce la vibración de esta especie de helicóptero (o quadrocopter, como le llama Eaton) y que por un precio de mil 200 dólares pone al alcance de fotógrafos profesionales y aficionados visiones insólitas de bosques, monumentos o mares antes inconcebibles o desde luego costosísimas. No, de esta fantástica aplicación de los drones no decían nada en Archipiélago Dron, porque no era ese el ángulo que querían explorar. Los integrantes del Nuevo Teatro Fronterizo habían retirado las gradas de la Cuarta Pared y aprovechado, supuestamente al máximo, por razones puramente dramáticas, el espacio de la sala: un gigantesco rectángulo, ideal para que volara por ejemplo un dron (por cierto, lo utilizan con inusitado aprovechamiento David Beriain y Sergio Caro y sus compañeros de rodaje en el impresionante documental Percebeiros), y no para matar a nadie, aunque la productora se llame, paradojas nos manda el Señor, En pie de guerra). Con los espectadores situados a ambos lados, como en una suerte de circo romano, las acciones se desarrollaban en un extremo (los discursos de la ministra), o en otro (el piloto del dron, o un empedernido y zafio jugador de videojuegos, y las presentaciones de los científicos) y en el centro del escenario (para el monólogo ético de la periodista, las interacciones entre soldados, instructores, políticos y fabricantes de realidad). Un espacio inmenso inmensamente desaprovechado. Nada justificaba ese uso supuestamente imaginativo del espacio, esa quiebra de la Cuarta Pared. Pese a los buenos propósitos de la función. Porque así presenta su propuesta la compañía: ¿Qué hacemos cuando la propia tecnología nos ofrece la posibilidad de “disparar y olvidar”? ¿Hasta qué punto la tecnología enmascara la violencia? Grandes, importantes preguntas, con las que urdir un discurso fácilmente asimilable. Estas eran las premisas, en palabras de los propios responsables de la función: «Una reflexión sobre un tema de feroz actualidad: los ataques con aviones no tripulados, los drones. Con más de 4 mil víctimas confirmadas fruto de su uso en diferentes escenarios (bélicos y no tan bélicos), el dron es ya la imagen distintiva con la que identificar el siglo 21, un aparato controlado a distancia que nos permite alejarnos, tanto física como éticamente, de las acciones que hacemos con tan solo pulsar un botón». A continuación, una declaración de intenciones, la que pretende situar al «público en el centro de este dilema a través de una experiencia teatral diferente: 12 actores en escena y un público inmerso en la acción». Una cosa es enunciarla, otra muy distinta lograrlo. Porque salvo mirar y escuchar desde sillas incómodas, nada más hicimos. He visto teatros en medio de África en los que los espectadores sí interpelaban directamente a los actores, y a los actores respondiendo a esas interpelaciones que no habían sido previamente pactadas ni ensayadas. Como por ejemplo si una mujer debía abortar después de haber sido violada por un enemigo que había degollado al resto de su familia. Los estrenos siempre son equívocos. La compañía suele invitar a amigos y familiares, que suelen suspender su espíritu crítico y lo aparcan, conscientes de lo mucho que cuesta levantar un espectáculo, y celebran lo que ocurre en escena. Apoyan el esfuerzo. Pero no es fácil distinguir si su satisfacción es genuina o interesada. No son una buena referencia de la acogida que finalmente tendrá el espectáculo. Aunque en este caso el montaje ya había sido visto, y al parecer celebrado, en el festival Fringe de Edimburgo, y en el Matadero de Madrid el último verano. El resultado me pareció pobre. Desde el texto (simple, ilegible, de ínfima calidad retórica), a la interpretación, acorde con los problemas que semejante texto planteaba: plana, hueca, sin matices, con personajes de una pieza, fueran de los nuestros, como la periodista comprometida sobre el terreno que se pliega a las exigencias del cenutrio de su editor (o redactor jefe), fueran de los otros, como la ministra, de Defensa o de lo que fuera, aunque en nuestro caso se pareciera como una caricatura a la Cospedal, o el empresario cafre que solo buscaba la rentabilidad a toda costa, sin escrúpulos, o el científico, que se ve obligado a justificar su falta de coraje a la hora de participar en un proyecto que le parece éticamente reproblable, o al menos un poco reprobable. Un amigo con el que me suelo encontrar en los teatros elogió no solo la calidad general de la función, sino lo bien que estaba lo de la Cospedal. Claro: es fácil ganarte a una audiencia predispuesta de antemano cuando sitúas a una portavoz gubernamental, y si es de derechas mejor, respondiendo sandeces a los periodistas para lograr un efecto buscado. ¡Pero es que en realidad son así! ¿Quiénes? ¿Los periodistas, los científicos, los políticos, los soldados, los editores, el público? ¿Nosotros? Es posible, es posible que en caricatura sean exactamente así, pero ¿qué me aporta, qué me incomoda, qué me plantea una obra en la que los malos malísimos y estúpidos se dedican a machacar a pobres víctimas de la guerra en países remotos, tan esquemáticas como sus ejecutores a distancia? La política es una retrasada mental, nosotros nos reímos de sus respuestas, Occidente abusa de su poderío tecnológico, la guerra es mala, los terroristas tienen sus razones, nosotros vamos al teatro comprometido, nos reímos cuando toca reír, nos indignamos cuando toca indignarse, aplaudimos al final, y ya podemos darnos por satisfechos. Misión cumplida. Nuestra buena conciencia siempre a salvo. Antes de la representación, el director de la Cuarta Pared me confirmó que habían logrado salvar un año difícil, y que es cierto que han surgido gran cantidad de iniciativas escénicas, locales, talleres, grupos, dramaturgos, actores empeñados en seguir haciendo teatro contra viento y marea, y que los espectadores están respondiendo. Pero le puso un gran pero: la calidad ha descendido. Que conste que no se refería al espectáculo que estaba a punto de estrenarse en su sala. Pero al final de la representación, que seguí como un dolor, sin comprender las muestras de euforia, las risas entusiastas de algunos espectadores ante frases y acciones que a mi juicio no tenían la menor gracia (¿qué gracia tiene poner a un político respondiendo de manera estúpida a una pregunta capciosa?), me pareció un ejemplo cabal de lo que Javier Yagüe había diagnosticado. Parece que hay gente que se conforma con muy poco. No vale todo. Celebrar un espectáculo como Archipiélago Dron basado en sus buenas intenciones me parece que demuestra que nuestro nivel de autoexigencia ha caído muy bajo. Repetimos así en los teatros el esquema de los miembros de los partidos que no se atreven a cuestionar decisiones de su propio directorio que chocan con su conciencia, el comportamiento de los empleados y directivos de una empresa que secundan por miedo o conveniencia la autocomplacencia de quien celebra lo propio y desdeña lo ajeno (en eso, me temo, somos especialistas los periódicos). Reproducimos sin darnos cuenta (o dándonos, cínicamente) comportamientos sectarios, que tapan las vergüenzas propias y de los afines mientras meten el dedo en la llaga de los pecados ajenos, de los otros, porque son, precisamente otros. Los otros. El mundo es un lugar cada vez más complejo. Si el teatro quiere de verdad ser útil, arte, necesario, no puede caer en ese maniqueísmo político que acaba dejando a la altura del betún las propias cualidades artísticas. Me temo que este Archipiélago Dron tan cargado de buenas intenciones le hace un flaco favor al teatro, al arte, al debate político, a la geopolítica, a la historia de la guerra, a los dilemas morales y filosóficos, a las contradicciones que encierra el uso de la tecnología. Una gran ocasión perdida. La de subir al escenario a los drones, a su inquietante archipiélago, para someterles a una autopsia con las armas de Rembrandt y de Velázquez, de Brecht y de Christopher Hitchens. Por casualidad, cuando me disponía a escribir este post, llegó a mis manos Mortalidad, el libro en el que Hitchens relata paso a paso su lucha contra un cáncer de esófago que le llevó a la muerte, y su gallardo rechazo del consuelo de la religión. Durante toda su vida se dedicó a pensar por sí mismo. Por eso incomodó a tantos, cuando escribió Juicio a Kissinger o Dios no es bueno. Se resistió a dejarse utilizar, a convertirse en el martillo de unos frente a otros, a derecha e izquierda, y por eso celebró el pensamiento y la escritura y el talante de un tipo como George Orwell. Por eso quisiera casi terminar este post, que no es ni una crítica ni una reseña, con un párrafo del primer capítulo de Mortalidad: «A mí me encanta el imaginario de la lucha. A veces desearía estar sufriendo por una buena causa, o arriesgando mi vida por el bien de los demás, en vez de ser solo un paciente en grave peligro. Permite que te informe, sin embargo, de que, cuando te sientas en una habitación con otros finalistas, y personas amables te traen una enorme y transparente bolsa de veneno y la enchufan en tu brazo, y lees o no lees un libro mientras el saco de veneno gradualmente se vacía en tu cuerpo, la imagen del soldado o el revolucionario es la última que se te ocurre. Te sientes inundado de pasividad e incapacidad: te disuelves en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua». Creo que fue en el New York Times donde leí la historia de un comandante estadounidense que pilotaba drones desde su oficina de El Paso, Texas. Manejaba su dron sobre Yemen desde la comodidad y sobre todo la seguridad de su ordenador, a miles de kilómetros de distancia del campo de operaciones. Tenía la autorización del Pentágono, es decir, del presidente Barack Obama, para disparar a matar. Después de sus horas de oficina, volvía en coche a su casa a las afuera de El Paso, a su casa con jardín y piscina, a disfrutar de su condición de buen esposo y padre de familia. No sé si sus vecinos sabían a qué se dedicaba. O si dormía bien. O si tenía mala conciencia. Bueno, quizás haya ahí material para una obra de teatro. Es solo una idea.
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