LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Febrero 24, 2014
Tristán e Isolda, o el mundo como voluntad y representación En El mundo como representación escribe Arthur Schopenhauer: «el fin del artista en sus obras es comunicar a los demás la Idea concebida por él. Por medio del arte la Idea se purifica de todo elemento extraño, se aísla y aparece bajo una forma que la hace asequible a aquellos mismos cuya receptividad es más escasa y que carecen de facultades creadoras». Hasta cuatro veces leyó Richard Wagner El mundo como voluntad y representación, en cuyos primeros compases se lee: «El mundo es mi representación: esta verdad es aplicable a todo ser que vive y conoce, aunque sólo al hombre le sea dado tener conciencia de ella; llegar a conocerla es poseer el sentido filosófico. Cuando el hombre conoce esta verdad estará para él claramente demostrado que no conoce ni un sol ni una tierra, y sí únicamente un ojo que ve el sol y una mano que siente el contacto de la tierra; que el mundo que le rodea no existe más que como representación, esto es, en relación con otro ser: aquel que le percibe, o sea él mismo. (…) todo lo que puede ser conocido, es decir, el universo entero, no es objeto más que para un sujeto, percepción del que percibe; en una palabra: representación». Tras lamentar el menosprecio de Kant hacia estas verdades, Schopenhauer recuerda que fueron reconocidas por los pensadores indios, y trae a su vereda a W. Jones que, en On the philosophy of the Asiatic (Asiatic researches), escribe: «El dogma fundamental de la escuela vedanta no consiste en negar la existencia de la materia, es decir, de la solidez, de la impenetrabilidad y de la extensión (lo cual sería insensato), sino en rectificar la creencia vulgar en este punto y en afirmar que la materia no existe independientemente de la percepción, puesto que existencia y perceptibilidad son términos conmutables». A lo que agrega Schopenhauer: «De este modo queda perfectamente reconocida la coexistencia de la realidad empírica con la idealidad trascendental». Hablando con Daniel Barenboim en Nueva York tras una nueva grabación de las Nueve sinfoníasde Beethoven el director y pianista, que de niño pensaba que todos los hombres eran pianistas, porque era el mundo que veía desde su casa en Argentina, como estudiante de piano, me dijo que las sinfonías de Beethoven como tales no existían, solo cuando se tocan ante el público. Ni siquiera cuando están grabadas. Tienen que ver con la percepción. Tienen que ver con el tiempo. A telón bajado, impenetrable, todavía sin descubrir nada, aunque el negro ya prefigura una intención por parte del director de escena, es Marc Piollet, director musical, quien traza con exquisita precisión la pauta sonora de este montaje de Tristán e Isolda que es la verdadera levadura de lo que Wagner entiende como teatro total. Porque es la enjundia abstracta de lo que Wagner ha concebido para su drama musical, que ha completado con la escritura del libreto, y con las voces de los intérpretes elegidos para cada ocasión. Esa forma y sus variaciones sobre la sensibilidad cambiante de los públicos es lo que ha perdurado hasta hoy y parece que seguirá perdurando mientras los hombres tengan sentidos y se acerquen a beber emociones a un teatro donde una orquesta y coro como los del Teatro Real interpreten una partitura en vivo. Desde el primer instante, y a pesar de algunas toses, de algunos movimientos bruscos, de un inoportuno objeto que cae en algún lugar de la caja de resonancia que a fin de cuentas es un teatro, desde que los delicados remeros de la cuerda nos embarcan y nos dejan en lo alto de una ola que vuelve y vuelve a punto de romper, de hacerse añicos, nos vamos a dejar primero mecer y luego sacudir por una emoción tan poderosa que su impacto no se ha extinguido cuando los músicos empiezan a recoger antes de que cese por completo la tempestad de aplausos que cosechó el estreno, los cantantes se vayan despojando de sus atributos y sus afeites en sus camerinos, se vayan apagando las luces, no quede nadie en el teatro, y la línea del metro en la que volvemos a casa se convierta en una tertulia de impresiones sobre lo que acabamos de ver y de escuchar, de experimentar. No es de extrañar que tantos, en el cine en concreto, y en la música en general, se hayan servido y en ocasiones apropiado de los hallazgos de Wagner, lo que tal vez quiera decir y venga a demostrar que el compositor ha logrado algo que conecta con una gran parte de la especie. Esto no es una crítica. Cualquier parecido con una crítica es pura coincidencia. Creado para la Ópera de París en 2005, el director de escena, el afamado Peter Sellars (de quien disfrutamos y celebramos hace no demasiado tiempo su formidable The Indian Queen) ha cedido buena parte del protagonismo a Bill Viola en funciones de escenógrafo y algo más (el videoartista lo denomina «iconografía en movimiento»). Con una caja negra en la que destaca como en un cine de verano (o en un gran viejo cine a secas) la gran pantalla blanca, que adquiere diferentes configuraciones según las necesidades del videoartista, Sellars se sirve únicamente de un practicable negro y un espacio vacío sobre el que se mueven los pocos intérpretes, y que hace las veces de salón del trono, catafalco, castillo, playa, sin mayores aditamentos, pero con la brillante salvedad de incoporar el patio de butacas en el escenario: bien sirviéndose de los palcos, o del pasillo central del teatro, y sobre todo del gallinero para situar al coro, a un cantante, a un heraldo. Cuando llega el buque en el que viajan Tristán e Isolda al puerto de Cornualles donde les espera el rey Marke, el amigo a quien él lleva a la dama como gran torfeo nupcial, la irrupción del coro y de la luz abren de par en par las esclusas de la emoción. Es un gran momento musical y teatral. Cuando el haz de luz de ámbar nos baña nos sentimos partícipes de este drama musical que parece querer involucranos no solo como testigos inertes sino como actores. No conviene olvidar que la esencia del teatro, además de la percepción, es el tiempo: ocurre ante nosotros, se extingue con nosotros, en nuestra memoria permanece alojado con distintos grados de intensidad. Aunque el director de escena es dueño y señor del espacio vacío, donde hace crecer su propio jardín, y mueve a sus actores como marionetas de un teatro íntimo que se quiere compartir con los otros, me sorprendió que en su afán rompedor (marca de la casa: uno tiene un prestigio que cebar), Peter Sellars cayera en un error que en caso de tan celebrado regista no puede ser sino golpe de genio: situar en más de una ocasión a cuatro actores sobre la tarima emplazada a la izquierda del escenario, haciéndola bascular como un barco mal estibado, tapándose unos a otros, rompiendo una armonía que las casi siempre poderosas imágenes de Bill Viola trataban de recuperar. Y eso por no hablar de la frontalidad como elección dramática, hasta el punto que la ópera parecía en ocasiones un recitativo, un ofertorio: al desplazar la atención a la imagen los actores apenas interactúan, y cuando se tocan la carne parece gasa celestial, idea, amor que no se hacer carne, sino ideología dramática, trascendencia. Las primeras imágenes que se imprimen sobre la gran pantalla blanca son las del mar. Aunque rompen la carcasa del teatro y nos llevan, en volandas de la música, muy lejos de allí, cuando se limitan a ilustrar lo que cantan los actores me parece que cumplen un papel muy poco airoso. Es como cuando un director de cine se sirve de la partitura para reforzar la intriga ilustrándola sonoramente. Tras la obertura a telón bajado, esa irrupción de las voces cabalgando el mar del que hablan me parece una redundancia, como si el videoartista pensara que el público es niño y le dijera: esto es de lo que hablan, esto es el mar. En el programa de mano, Bill Viola acompaña los tres actos con tres acordes visuales que denomia Purificación, Despertar del cuerpo de la luzDisolución de uno mismo. No diríamos nada si dijéramos que se trata de lo más celebrado y controvertido de este Tritán e Isolda. Al principio, las imágenes parecen una intromisión, una apropiación indebida. Me dio por jugar durante algún tiempo a la ficción retrospectiva: ¿Qué hubiera pensado Wagner de este atrevimiento? Del mismo modo que, según John Berger, si Goya viviera hoy sería tal vez un fotógrafo de guerra, cabría pensar que un profeta del teatro total como Wagner no desdeñaría la imagen en movimiento como un ingrediente artístico más que potenciara la percepción de las emociones que quiere recrear en escena, una forma de dejar una huella más indeleble en los sentidos y en la memoria del espectador. Dicho esto, ¿qué pensaría en concreto de las imágenes que Bill Viola ha creado para el caso concreto de Tristan und Isolde? ¿Son pertinentes, ayudan a comprender mejor la obra, potencian la emoción, multiplican el sentido, enriquecen la experiencia dramática? Tengo mis dudas. Comparto la impresión de Alex Ross, uno de los más renombrados comentaristas musicales delNew Yorker, de que tras una primera sensación de extrañeza la capacidad hipnótica de las imágenes concebidas y grabadas por Bill Viola acaban ensamblándose, en ocasiones como guante y mano, en la partitura, las voces y el (escaso) movimiento escénico, y que la ralentización a la hora de proyectarlas, acaso buscando una sincronía con el tempo musical (otras un contrapunto), facilita que ese ejercicio de percepción acentuada destile grandes momentos, sobre todo cuando los alter ego de los dos amantes llegan ante nosotros desde un horizonte de lo que al principio me pareció la falleba de una ventana, luego un pábilo de una vela imposible, y finalmente figuras que brotan del reverbero del calor, de la intensidad del punto de fuga para acabar apareciendo ante nosotros, como transfigurados tras atravesar una cortina de tiempo, de distancia, de agua, de luz. Esa materialización doble de los actores en imágenes acaba superponiéndose a la naturaleza corporal, incontrovertible, de los actores de carne y hueso en escena. Pero con la diferencia cruda de que al final de la función los actores del video no se materializan, no se desprenden de sus personajes para saludar, no viajaron a Madrid, no se quitan su aura fantasmal, sino que ella permanece, superponiéndose a los propios actores y sus limitaciones. Y no solo eso. La belleza de los intérpretes escogidos por Bill Viola supera (apreciación discutible: sobre gustos hay mucho escrito) a la de los actores/cantantes reales elegidos por Peter Sellars para cantar sus parte, y ser los que encarnan de verdad (en la verdad de la mentira del teatro: fingir que es verdad la emoción que sienten y que al cantar proyectan). El efecto es inquietante, grato, perturbador. ¿Nos enriquece o nos distrae? El juego del despojamiento, del elegante strip-tease («purificación», en la terminología de Bill Viola) es admisible. En este caso la ilustración deja paso a algo más: a una interpretación, a una opción mucho más libre, mas propicia a la polisemia, con hallazgos que podemos compartir y que enlazan incluso con la pureza nupcial de los niños jugando con el agua, metiendo la cabeza en una jofaina de metal para luego abrir los ojos en ese magma, en ese mar limpísimo que, en nuestra querencia, en nuestra fábrica de nostalgia, solemos identificar con la inocencia. Abren los ojos y la cámara nos muestra esos ojos de pez que ve la luz en medio de la inmaterial materialidad del agua, que es tal vez otra forma de sinestesia: agua sonora, música líquida. Sin embargo, esa fascinación a mi juicio naufraga estrepitosamente cuando la imaginación de este creador de iconografías móviles se vuelve pueril. Cuando Viola desenfoca, convierte un barco en destellos a la deriva en un mar crecientemente tenebroso, o desfigura los caminos, trabaja sobre la ambigüedad de los cuerpos, su presencia, el efecto, a mi modo de ver, se enriquece, consigue un mayor grado de sinestesia, establece un diálogo no pautado, no agotado, no previsible, con la potencia abstracta de la música. Convertir la imagen en ilustración de la música y del libreto rebaja a mi ver la potencia de ambos. He de reconocer no obstante que la inmersión de los cuerpos en el gran azul me trajo a la memoria la atracción, el miedo y el vértigo de un cenote mexicano al que me tiré sin saber muy bien lo que me iba a encontrar: a gran altura, el gran lago negro sin fondo parecía enlazar con los ancestros mexicanos y mis propios terrores infantiles a ser arrastrado por el agua, a quedarme sin respiración, a no poder volver a la superficie. Fue apenas un instante angustioso en el que sentí que se me volaba la cabeza, las sienes me dolían como si la prensa de un capintero a las órdenes de Procusto quisiera reducir mi cabeza a pulpa. La segunda epifanía surgió cuando Bill Viola llevó las sombras textuales y musicales a un bosque por el que deambulaban sombras con faroles, acaso linternas, manchas de luz y noche, siluetas, figuras imaginarias que parecían avanzar en un terreno cenagoso. En ese caso volví súbitamente a los viajes por la Península Ibérica con C, con los faros del coche alumbrando un tramo de pista de tierra, los troncos de los árboles de los bosques del camino, acaso un ciervo emboscado, como si estuviéramos palpando una ruta interior llena de misterios y hallazgos, una carretera en medio de la oscuridad por la que a veces hay que aventurarse para dar con uno mismo. Las imágenes tienen ese poder incandescente, a cada espectador le dispara asociaciones que nadie puede prever, porque están ancladas en la experiencia y en la memoria de cada cual. En el segundo volumen de sus diarios, recién publicados, Susan Sontag dice respecto del arte: «No debemos esperar que el arte entretenga o divierta. Al menos no el gran arte. El arte es la condición fundamental de todo». Creo que Wagner suscribiría sin dudar estas palabras de la autora de Ante el dolor de los demás. En todas las creaciones de Peter Sellars se percibe esa voluntad de que el arte sea verdadero, condición fundamental, que nos transforme, que nos rompa los esquemas, nos haga volver a ver lo que pensábamos que sabíamos y conocíamos, y por eso reclutó a Bill Viola para multiplicar la grandeza y el impacto emocional de este Tristán e Isolda que se representa en el Teatro Real de Madrid. ¿Pero qué ocurre cuando Viola viste a los amantes de blanco y los hace caminar por el bosque para adentrarse después, de la mano, y bajo la luna, en el mar? Que utiliza una estética emasculada por la publicidad, de ahí que a pesar del contexto grandioso en el que aparece se pueda confundir con un anuncio de Pro-novias o algo peor. ¿Y qué ocurre al final, cuando vemos a Tristán postrado en el catafalco, cuando en la pantalla que sirve de gran friso o retablo de luz vemos cómo surgen de debajo de la tumba una cascada invertida de burbujas que acabará haciendo que el cadáver ascienda desde el fondo para irrumpir como un joven cetáceo en la superfice? Que, a mi juicio, a pesar de la carga simbólica, de resurección gracias a la fuerza del amor, de sobreponerse al dictamen injusto de la muerte (véase el último libro de Javier Gomá,Necesario pero imposible) el efecto visual es de una pobreza manifiesta. Las imágenes no pueden ser inocentes en un campo de maniobras tan saturado como nuestro mundo contemporáneo. Ni Bill Viola ni nadie puede quedarse al margen de esa proliferación de efectos (a menudo anestesiantes: llueve neón sobre mojado) sobre nuestros terminales sensibles. Por eso es tan difícil decir algo nuevo sobre asuntos eternos, de ahí el gran reto del arte que aspire a ser necesario, algo más que entretenimiento y diversión. Me he ido enredando en los meandros de esta ópera, de este drama musical que te subyuga, y no quisiera dejar que las palabras cubrieran con polvo desdichado un esfuerzo y una pasión dignos de ser saboreados. En el vagón del metro que nos devolvió a casa pudimos escuchar defensas apasionadas de la opción visual de Bill Viola y críticas acerbas. Pero me quedo con el corno inglés de Álvaro Vega, que hizo que en el tercer acto la orquesta se elevara por encima de los cielos a los que nos tiene acostumbrados, con un trabajo impecable de los contrabajos (Fernando Poblete, Vitan Ivanov, Luis da Fonseca, Holger Ernst, Sylvia Costigan, José Luis Ferreyra, Stelian Sandu y Bernhard Huber) cuando recurrían al pizzicato o cuando bajaban al vientre sensual y rubenseniano del intrumento para arrancar con el arco sonidos que propiciaban la transubstanciación. Lástima que la majestuosa conducción de Marc Piollet no reparara al final, en los solos postreros de Isolda (deslumbrante Violeta Urmana) y Tristán (Robert Dean Smith, humano, en ocasiones demasiado humano, y acaso no sea en este caso mala cosa), la potencia sonora y el volumen se comiera las voces, con el equívoco de que los que no sabemos alemán podíamos seguir su desafío leyendo la traducción, lo que nos podía hacer creer que oíamos lo que era casi inaudible. Conocemos el mundo porque estamos aquí y nos lo representamos. Porque estamos vivos, tenemos conciencia, nuestros sentidos están alerta, y hemos creado un lenguaje para darle significado a las imágenes. Con palabras pensamos. Cuando desaparecemos, el mundo desaparece para cada uno de nosotros, aunque, como hemos podido comprobar después de haber despedido ya a algunos de nuestros amigos y familiares más queridos que nos han abandonado antes que nosotros, que han hecho mutis por el foro, seguimos aquí, en esta vida que a veces parece sueño, pero que no lo es. No debiera serlo. Al menos eso nos dicen nuestros sentidos, y también nuestra inteligencia. Nuestra perecepción. No olvidemos, como se encargó de recalcar Schopenhauer tras abrir su cabeza y su experiencia a los pensadores indios, que «existencia y perceptibilidad son términos conmutables». Palabras de Schopenhauer que seguramente dejaron honda huella en Wagner, como que «todo lo que puede ser conocido, es decir, el universo entero, no es objeto más que para un sujeto, percepción del que percibe; en una palabra: representación». Por eso el teatro, convención con la que recreamos nuestras visiones ideales o realistas del mundo, nos sirve, a través del elixir del arte, para darnos cuenta, o al menos atisbar, qué estamos haciendo aquí. Con el amor tratamos de urdir una trama, con el deseo, que puede consumirnos y llevarnos a la extinción o a la plenitud, a disfrutar de un vertiginoso largo instante de eternidad que enseguida se desvanece. Si desde el primer acorde de Tristan und Usolde Wagner revolucionó la historia de la música, alteró las formas de la representación merced a su talento y a su voluntad, nuestra percepción debería buscar otro acorde con este momento de la historia a la que nos exponemos y que experimentamos mientras vivimos, aunque demasiado a menudo (salvo para los que creen) nos cueste encontrarle un sentido. Y a pesar de eso, a pesar de todo, vivamos, seamos buenos, busquemos la luz. Vivamos.
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