LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Marzo 04, 2014
 La pólvora de Ramón María del Valle-Inclán no está mojada, pero el CDN la desperdicia A la hora del crepúsculo hay quienes se ponen melancólicos. Hay quien aprovecha para suicidarse. Hay quien se echa al coleto una copa de fino. Hay quien pone en un viejo tocadiscos un elepé de Mahler o de Schönberg. Hay quien enciende una lámpara junto a un sillón de orejas y abre la biografía que Pietro Citati dedicó a Leopardi y que acaba de publicar Acantilado, mientras afuera vuelve a llover con furia y desesperación. Hay quien contrata a un detective para que espíe a un político que amenaza con sacar a relucir los trapos sucios de un tesorero que lo tuvo todo y se quedó sin nada y desde la cárcel urde estratagemas para recuperar si no el crédito si vengarse viendo cómo sus antiguos conmilitones muerden el polvo. Hay quien difunde las conversaciones íntimas entre un banquero y un perista, un presidente del gobierno y un coleccionista de fetiches, un periodista y su amante, un contratista y un concejal, un mafioso y un gerente, un artista y un exorcista, un asno y una corneja, un poeta y un broker. Hay quien se quita las penas, se echa al frío correoso de enero y se encamina a la antigua Sala Olimpia, ahora teatro Valle-Inclán, porque en una de sus grandes apuestas el director del Centro Dramático Nacional, mi amigo Ernesto Caballero, ha decidido montar una versión de las Comedias bárbaras valleinclanescas que ha rebautizado Montenegro, y concentrado la furia y la desesperación de la trilogía esperpéntica en apenas tres horas cuando el caudal de Romance de lobos, Cara de Plata y Águila de Blasón bien daría (como le dio a José Carlos Plaza en un montaje que los que tuvimos la suerte de asomarnos a él en el María Guerrero no hemos podido olvidar) sus buenas nueve horas. Siempre es grato encontrarse con un teatro lleno, y más de jóvenes que parecen hambrientos de emociones, con ese fervor del patio de butacas dispuesto a beber teatro como quien apura una litrona de nitroglicerina conceptual. Siempre es grato ver cómo autores como Valle-Inclán no se agotan en una lectura; cómo directores, escenógrafos, músicos y actores vuelven sobre las palabras del filósofo del esperpento, capaz de recoger las mejores y más lúcidas tradiciones españolas para forjar una estética a medida de nuestra fatigosa historia y de nuestra idiosincrasia, si es que tal cosa, ahora que nos vamos pareciendo todos en el gran mercado a la baja del trabajo y sus sevicias, existe. Para Valle, la realidad de España solo podía reflejarse con una estética sistemáticamente deformada, como la que estilizan y destrozan los espejos cóncavos y convexos del Callejón del Gato. ¿A esa estética ha recurrido Ernesto Caballero en este Montenegro concentrado, digerible, ameno, inteligible por un público que sufre, como casi todo diós, el síndrome de la falta de atención? Me temo que no. Cierto que la voz de Valle, sus poderosos aforismos, sus acotaciones como trallazos poéticos que rompen los muros viejos del teatro, su truculencia, su rabia, su capacidad para mezclar historia y magia, injusticia secular y rebelión, lujuria y condenación, mito y transubstanciación, política y literatura a raudales, están ahí, intactos, radiantes, negros, para quien quiera leerlo. Y sin embargo, me temo que la figura de Don Juan Manuel Montenegro, que Ramón Barea defiende con uñas y dientes, con toda su humanidad y su talento, acaba convirtiéndose en anécdota, en cuento, en caso terrible, en disparate gallego que nos entretiene, divierte, acaso estremece en alguna escena, pero que acaba siendo devorado por la propia estética rala que no cuaja, que no incomoda, que no violenta… Y la pólvora de Ramón María del Valle-Inclán, que no está ni mucho menos mojada, que sigue quemando en las manos, en el cielo del paladar, en la pupila negra, en el tímpano nupcial que quiere ver llover la verdad paradójica del arte y su misericordiosa inutilidad, se desperdicia, acaba siendo teatro, apenas teatro, literatura dramática, cuento arcaico que no nos hiere, que no nos interpela, que no nos deja un ojo moral a la virulé, morado, que no nos pone la sangre a hervir. Este Montenegro no pasa los espejos cóncavos y convexos del esperpento por la realidad española de Bárcenas, Blesa, el gobierno y la oposición, Bankia, el Barça y el Madrid, Neymar y CR7, las deudas de los clubs de fútbol y el agujero de la seguridad social, las listas de espera y los pensionistas sin redención, la televisión rasante y los trileros, la Corte de los Milagros, Mas y Moisés, Sálvame,Kiko, Belén Esteban, los periódicos, los plumillas, UGT, las mariscadas, los tertulianos, los crupieres, Calatrava, los ladrones honrados, las autonomías y las diputaciones provinciales, Mira quién baila, el juez Elpidio, los mossos arremangados, Otegui y los mamporreros de la muerte, los marjales con cadáveres en descomposición que describe Rafael Chirbes, el parlamento que vota como un solo hombre y la conciencia en formol para seguir saliendo en la foto a cuatricomía, los terroristas con el nombre de Alá en los labios, la CAM y CaixaGalicia y todas las caixas y cajas habidas y por haber, los consejos de administración en las Bahamas y en Singapur con representantes de todo el espectro político, las palabras convertidas en fosfatina, las élites extractivas, la burbuja inmobiliaria, las mafias de toda condición, el alambre de concertina por el bien de los desheredados que no se quieren enterar de que el paraíso ya no es aquí, los desahucios, la izquierda de boquilla que sigue adorando a un dinosaurio llamado Fidel Castro y no quiere reconocer los crímenes que se cometieron en su nombre, la bolsa y la vida, las preferentes y los intereses de la deuda, la prima de riesgo y los primos de la cofradía del ninguneo, la cocaína y todos los estímulos para no pensar, el humo y los quemadores de gas para que los que fuman puedan hacerlo a la intemperie mientras el mundo se va al carajo, los sms y los whatsapps, las reformas educativas y las comparaciones odiosas con Corea y Finlandia, los ministros que invocan a las santas y los santos que no se dan por aludidos, las damas ejemplares que ven visiones y los echadores de cartas, los políticos que hablan como marionetas, las bodas que fueron famosas con agentes de festejos titulados en la extorsión y la industria del confetti, las acequias inútiles como universidades enquistadas en la necesidad de mentir a sabiendas y los catedráticos que repiten sus apuntes hasta la saciedad, los parados de larga duración, los que se queman a lo bonzo y nadie les presta la menor atención, como los suicidas de los que no se habla por si cunde el ejemplo, las asas de las maletas que llevaban la candela a Suiza, la recalificación como una de las bellas artes, las confidencias y las conspiraciones desde el chiringuito de playa al banquero de postín con palco en la ópera, los tribunales inspirados en los del Proceso de Kafka, las chirigotas, la picaresca que nos constituye, las vísceras, los especuladores de camisa de marca, los cocineros estructuralistas, el gran carajal del arte y sus vendedores de trajes a medida color carne, los arrebatacapas, los casposos sobre coturnos, los hipócritas festoneados, los fontaneros de la ética, los chotacabras de los concursos ganados de antemano, los mayordomos de la jet caduca que se venden al mejor postor, el papel de estraza y el cuché, nuestra capacidad para mirar para otro lado, para decir este muerto no es mío, a mí que me registren, la culpa es de los otros, en todas partes cuecen habas, todos los políticos son iguales, el pueblo es sabio, no querrás convencerme, siempre ha sido así, no somos nadie, la democracia es el mejor sistema si excluimos, etcétera. Del mismo modo que el flash mata la luz el micrófono capa la voz. Que grandes teatros nacionales hayan caído en la amplificación de la voz mediante el concurso de la electrónica reduce el repertorio artístico del actor, le resta intimidad, matices cabales que son la mitad de su caja de herramientas. Pero podría ser pecata minuta esa concesión a audiencias necesitadas de pértigas auditivas si la escenografía (de José Luis Raymond) no optara por un puente (“la puente” valleinclanesca, hija da ponte en gallego) que si bien sirve de lugar de paso, metáfora, castillo, pazo, heredad, cementerio, iglesia, acantilado y playa, se acaba comiendo el terreno a la imaginación y al movimiento de los actores, y sobre todo deja reducida a ilustración coja el ciclorama donde se proyectan sombras de sombras. Pesa tanto la anécdota del puente que devora espacios mentales, los reduce a suceso, los encierra en una Galicia de postal finisecular y de tópico, aunque sea pasado por el tamiz bestial de Valle. La música también cae en ese reduccionismo, en un enxebrismo agallegado que a mí como hijo de aquel noroeste más que emocionarme me produce sarpullidos (cosa mía, una erupción particular). Más patética y por lo tanto innecesaria me pareció el fondo musical cuando puntea acciones o palabras como en las malas películas en las que el realizador recurre al subrayado sonoro para decirle al espectador qué tiene que sentir o pensar. Sin embargo, donde a mi parecer el montaje naufraga de forma más ostensible es en el abracadabra del vestuario, especialmente el atuendo del protagonista, reducido a un troglodita con resabios de la familia Picapiedra con refajos escoceses, gran señor de la caricatura, que cae en el ridículo cuando en la decadencia postrera su triste figura queda arruinada por una suerte de pañal y unos pulmoncitos que parecen de plástico y que dejan al pobre Montenegro/Barea convertido en quijotillo, pelagatos, obligando al actor a un sobrehumano esfuerzo interpretativo cuando precisamente, a la cabeza de los mendigos, pronuncia palabras como carbones ardientes, que todavía hoy nos siguen abrasando las entrañas. No está ni mucho menos cuajado este Montenegro a pesar de contar con un director/adaptador avezado en la historia y la vida del teatro, de un equipo artístico que ha demostrado con creces sus talentos en otros envites, y un elenco que defiende sus personajes con fiereza y arte vario. No cuaja este Valle-Inclán bárbaro y ultramoderno, que cuando se lee sigue desgarrando, cuando se le escucha con atención reconcome porque su lenguaje no ha envejecido, y cuando se ve en un teatro que no le tema revienta los tímpanos y los ojos mal acostumbrados al parvo espectáculo de la patria nuestra. España sigue reclamando poetas y dramaturgos que como Valle-Inclán le saquen los colores y los hígados, la razón y la vergüenza. Nos faltan referentes éticos. ¿Cuánta culpa tenemos los periodistas del precio tan barato con que se compra y se vende la verdad aquí? Gotas de agua sucia, lluvia que no barre, no un cirujano de hierro, sino ciudadanos y políticos que prediquen con lo más difícil, el ejemplo. Para que el esperpento no sea nuestro destino como un ciclo maldito. Nos falta un Valle-Inclán para estos tiempos sin épica ni melancolía, y luego ya veremos.
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