LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Enero 19, 2015

Israel Galván,

no teme a nada

Escribo a oscuras, sin poder quitar los ojos del escenario desde el primer momento, cuando Israel Galván sale con su atril y su partitura y empieza a reírse del énfasis, de la gola, de la herrumbre, de la seriedad impostada del que piensa que con cara de palo se consigue un arte más sublime. Se ríe mientras recita y la violinista, que (como después se verá) también sabe tocar la guitarra eléctrica, y la flauta, traduce al inglés hasta las onomatopeyas, que es lo más difícil de traducir, y que acaso nos dé una pista sobre el alma de los animales.

Entra, con luz cruda, con luz de ensayo, y con el ensayo ante nosotros, casi sin avisar, prueba, pasa páginas, sale y vuelve a entrar, y marca la pauta de lo que ni sospechamos que será FLA.CO.MEN. Entra entonces la luz de escena y se hace la noche y nos damos cuenta de que con ese pequeño gesto ya ha metido la vida en el teatro y no por eso nos hará olvidar que el bailarín/bailaor está jugando, está buscando, está probando, que no quiere decir que esté improvisando ante nosotros, el público, aunque a veces pudiera dar esa sensación. Será cosa de la frescura que requiere tantos ensayos para llegar al estado de gracia. Para que el arte parezca espontáneo. El violín rasca la madera y yo escribo porque veo y escribo a ciegas como si quisiera ver lo que nunca veo. Busca filos Eloisa Cantón como los busca Israel Galván, a quien desde que le vi bailar en un teatro de Nueva York he deseado volver a ver. Y desde que he vuelto a ver en los Teatros del Canal ya nunca querré dejar de ver, aunque pierda pie, aunque se pierda, porque tiene la virtud de ser libre porque es cabal, y porque tiene el talento para compartir lo que tiene con otros que buscan con él como si en el buscar, y encontrar, claro, les fuera la vida.

A veces como Buster Keaton, a veces como John Cage, juega Israel Galván como en una selva infantil llena de signos y de ritos, con la seriedad de un niño que juega, como supo ver Nietzsche y, anteayer, el novelista Ian McEwan deNiños en el tiempo. Uno de los dos miembros del Proyecto Lorca (formado por Juan Jiménez Alba y Antonio Moreno: percusiones y viento, timbales y saxo, dulzaina y tambor, marimba y viento), que no consigo distinguir, hará sonar el agua en una de esas tinajas de zinc en las que nuestras madres lavaban con agua y añil nuestra infancia. En más de una ocasión le pedirá a un músico que espere y en más de una ocasión le pedirá el músico (y músico es también el cantante como lo es el cantaor) le pedirá al bailarín/bailaor que espere, acaso porque está buscando, acaso porque ha encontrado ya, acaso porque la emoción hay que embridarla, acaso porque teme extraviarse, acaso porque sabe y teme que para llegar adonde quiere es preciso extraviarse, aunque no embriagarse, aunque a veces nos embriague todo lo que Israel Galván convoca en escena para que compartamos con él su mesa. Porque no hay aquí gestos gratuitos, sino genuinos, aunque a la depuración se ha llegado por descarte, por oído fino, sinestesia, conjunción de los talentos. Que no es este FLA.CO.MENsolo baile, sino concierto, y no solo concierto sino recital, y no solo recital sino performance, y no solo performance sino teatro, para acabar el río embridado desembocando… ¿Dónde? En el teatro. Con David Lagos y Tomás de Perrate al canto y al cante, y Caracafé a la guitarra y al baile. Veremos que lo que ahí va cuajando, cuando la luz cae cenital y en ese haz se pone Israel a taconear como si con los pies enfundados en gamuza y cuero y hierro y yesca estuviera leyendo el tiempo que hace, el periódico de hoy, una ametralladora mansa, portátil, que no mata sino que habla en Morse, mientras las manos se columpian, dirigen una orquesta silenciosa y atenta, que es la que está detrás, acompañando y saliendo como una procesión laica, que es la del arte, que es la que busca en este valle de lágrimas y tantas desolaciones, y que sin embargo esta tarde es de dicha, es de infancia, es de hallazgo, que nos hace felices como a niños que van a ser responsables y recogerán los juguetes cuando llegue la noche. Y cogerá el bailarín/bailaor la bota blanca de yeso, escayola blanquísima, máscara mortuoria de la cara del bailaor/bailarín, que no en vano sus pies son el espejo de su alma, para hacerla trizas de un pisotón. Bota hueca, que hizo sonar como si fuera un tambor y que acaso nos diga de la fragilidad de todo lo que hacemos y de las huellas de nuestra vida que no son sino rayas en el agua. Porque a Israel Galván hay que leerlo entero, desde la cruz a la fecha, desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie.

Desde el virtuosismo y la resistencia a la aparente facilidad hay un ritmo subterráneo que lo enhebra todo, porque si hay algo que cuaja todo este esfuerzo en este escenario casi desnudo es que hay lo que no hay en la sociedad española contemporánea, y que es de lo más necesario: mucho silencio y mucha atención. Se escuchan atentamente los músicos como escuchaba Don Quijote a Sancho. Escucha el bailarín al bailaor y le presta una atención inusitada a sus músicos como se la prestaba Sancho a Don Quijote, hasta el punto que de tanto escuchar se hicieron más que amigos, se intercambiaron los papeles, e hicieron del camino de la vida un remedo de la vida más interesante que la vida que habían vivido hasta entonces, aunque a nuestros ojos, y a los ojos de su autor, fuera una quimera. ¡Pero vaya quimera digna de ser vivida, la de salir a los caminos de España a deshacer entuertos, es decir, a enderezar el curso torcido del mundo! Aquí no es más que eso, un espectáculo que para los afortunados que han conseguido apartarse durante menos de dos horas para asombrarse en un teatro, para escuchar, para ver atentamente, no es una quimera, sino un cuajarón de vida condensada, tiempo estilizado, el tiempo concentrado por Israel Galván y Pedro G. Romero, su director artístico, que en el programa de mano dice que Israel Galván «ha huido siempre de la fusión, extraña categoría musical, vaga, llena de obviedades. Lo suyo es el montaje, como en el flamenco de siempre, como en la cinta cinematográfica. Saber componer con trozos, pedazos, pecios».

En el centro del escenario, dos grandes tambores, que hará sonar el bailarín como si fueran cañones, como si fueran tambores, atreviéndose y jugándosela. Es entonces cuando puede entrar el cante limpio con la guitarra desnuda, y es como si fuera el comienzo del mundo: como si el cantaor hubiera roto a cantar por primera vez, el tocaor a tocar por primera vez, el bailaor a bailar por primera vez. Como si nos hubieran deshollinado las vías de la emoción. Luego hablará la guitarra española con la guitarra eléctrica, y le pedirán que pare, y pedirá que paren, para que cada uno sea consciente, y nosotros lo seamos, como hijos de Bertolt Brecht, como cuando el propio bailarín que no tiene miedo a utilizar su lengua se pregunta qué pasaría si tuviera que morir en este momento. Se lo pregunta y nos lo pregunta: «¿Ya?». Entonces volverá a la partitura, y arrancará y echará a volar la primera hoja, después de haberse dado de cabezadas contra el atril, y así una segunda, y una tercera, y una cuarta, y la quinta la romperá en pedazos. El jaleo es una armonía controlada, y el concierto, cuando ya son 13, 14, 15, 16, 17 las hojas arrancadas de este FLA.CO.MEN que avanza con nosotros dentro, como un barco ebrio bien aparejado: la misa criolla, y un espiritual, y un canto tibetano, y sones cubanos que la marimba pone en el cielo del paladar, y así llegará el pasodoble, elegante como un domingo de Resurrección con la camisa blanca y sin creer en nada más que en la capacidad de sentarse juntos a ver el mar, y hacer la revolución tranquila, la del que no se queda quieto, no se conforma, pero ni mata ni grita, y hasta una jota: «El espontáneo» será el propio bailaor/bailarín, y hablará el cantaor de los puros y de los puristas. Se sentará luego el bailarín/bailaor en el cajón para hacerlo sonar con los pies desnudos y se quedará congelado como si estuviera citando a un fotógrafo amigo de la tauromaquia.

Veo pasar la sombra de Enrique Morente, como veo a Lagartija Nick, y cómo Israel Galván deja hablar, dejar decir, deja ser, y se sienta a escuchar a sus compañeros de viaje, antes de asomarse al borde del escenario, antes de hacer sonar una cama de monedas, como un faquir. Porque lo que hace sonar es el silencio, su cuerpo, el timbre quedo, un arpa invisible, el xilofón de las costillas, el tótem de la columna vertebral, las ramas de las manos, las raíces de los pies.

Será al final, al saludar, cuando vuelve, vestido de flamenca, para el guiño, cuando sabremos de sobra que no es traspiés, que no es desdén, que no esboutade, que no es Conchita Wurst. Ni siquiera cuando se tira al suelo (porque ya demostró antes que sabe bailar decúbito prono, y sentado, y agachado, y de rodillas), y enseña los calzoncillos rojos. Serio como un niño, alegre como un hombre, con toda la compañía que ha sabido hacer del baile concierto, de la danza teatro, del escenario un caudal que baja manso para que nosotros metamos las manos y los pies, y nos lavemos la cara, que nos queda limpia. Para que cuando volvamos a la calle, a nuestros asuntos, siendo los mismos no lo seamos del todo. Gracias a Israel Galván, que sabe lo que se hace, y por eso no parece tenerle miedo a nada, y sin embargo, porque respeta lo que rompe lo rompe a conciencia, como la bota de escayola, y luego lo recompone con la cola de caballo de un talento que no parece tener techo, con la cola del talento que enhebra y ensambla sones y ritmos, palos y geometrías, sendas y madrugás, tarantos y tangos, tarantelas y tonás, jotas y pasodobles. Alma y vida a manos llenas, lo que Israel Galván entrega como si le fuera la vida en ello. Que le va.

**Corresponsal de ABC en Nueva York durante casi siete años, ahora es adjunto al director y dirige el Máster de Periodismo ABC/UCM. En Twitter: @alfarmada

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