LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Febrero 09, 2015

Hansel y Gretel, el hambre, los muros, la injusticia y nuestra capacidad para dormir a pierna suelta

 Ah, el bosque de la noche, al que nos condujo, con mano de fuego, Djuna Barnes. A otro bosque, a otra noche, a otro juego peligroso nos conduce Engelbert Humperdinck (1845-1921), contemporáneo, adalid y vástago de Richard Wagner, con Hansel y Gretel. Una de esas óperas que parecen inocuas, que permiten disfrutar tanto del libreto que a partir del cuento homónimo de los hermanos Grimm escribió Adelheid Wette, la hermana del compositor, y de una música que embriaga hasta la exaltación. Pero que contiene los ingredientes necesarios para mostrar herrumbres del cuerpo y del alma, de nuestro inflamable corazón y de nuestro mundo.

El montaje que este sábado termina su estancia en el Teatro Real es una producción del Festival de Glyndebourne, y con el ojo crítico de Laurent Pelly como director de escena y figurinista, que ha encontrado en la escenógrafa Barbara de Limburg la cómplice perfecta para hacer del bosque una ruina de troncos desnudos y desmochados, un paisaje por el que han pasado todas las desidias y necedades, guerras, desahucios, la catástrofe de un consumo desaforado. Resulta un verdadero hallazgo esa casa-caja de cartón, mezcla de gigantesco sueño infantil (¿quién no ha aprovechado la caja de una lavadora o de una nevera para construir un castillo, un fortín, una caja de caudales?) y pesadilla bien real, no en vano muchas viviendas sociales se han convertido en neveras para quien no tiene dinero para pagar la calefacción. Aprovechando las preciosas estampas de la nieve, el diario La Vanguardia titulaba hoy mismo: El frío desnuda la pobreza: «Familias obligadas por su precariedad renuncian a la calefacción incluso los días de temperaturas más bajas» y «A pesar de las ayudas en marcha o prometidas por la Administración, el problema persiste en muchos hogares». El reportero Luis Benvenuty entrevista a Manoli, una vecina del barrio barcelonés de San Antoni, que dice: «Hace años que no pongo una estufa. Yo es que ya no puedo privarme de nada más. No puedo reducir más el número de lavadoras, no puedo ducharme menos tiempo, no puedo comer menos… Como poquito para que mi hijo de 21 años pueda comer más, que está en la edad… Ya no hago nada. Primero te pensabas que sería un mal año, y que luego… Pero no… Yo ya no salgo, tampoco tengo amigos, dejaron de llamarme porque tenían que invitarme y, sobre todo, porque dejé de ser una persona divertida. Todo esto te amarga la existencia. Las relaciones en casa son mucho más difíciles, mucho más tirantes». Y eso sin hablar de los desahucios, que los que miran el mundo a través de anteojeras ideológicas no quieren ver, que los que leen las cifras a través del papel salmón que tan bien refleja las oscilaciones de la bolsa (cama de escamas blindadas) se emborrachan de macroeconomía y no saben de buzones descascarillados, manchas de humedad, óxido, cartón, coles, trapos mojados, tinajas de zinc, frío.

Para eso sirven también las óperas. Como Hansel y Gretel, con el entusiasmo y la ironía de un cuento infantil en el que la madre manda a sus hijos hambrientos al bosque a por bayas, aunque luego a solas se lamente por no poder alimentarlos.

 Escribe Juan Bonilla (en Hecho en falta. Poesía reunida):

 «Otra mañana

que me avisa de la muerte:

buzón vacío».

 Escribe Leopoldo María Panero (en Poemas del pájaro y la oruga):

 «Ah, el pájaro que ya no es nada

el pájaro hecho de nada

vértigo del silencio

y rumor amarillo de la nada

y morir tan sólo

con una cruz en los ojos».

 [Para que luego algunos académicos y algunos no académicos digan tonterías sobre el acento de la o en sólo].

 Escribe Philip Levine (en La búsqueda de la sombra de Lorca, en traducción de Andrés Catalán):

 «Un barco está atracando

en el gran puerto,

y la única voz

que me contesta es el débil

zumbido de la mía.

Te digo, Padre, que la oscura

luna sobre esta malograda ciudad

debió alguna vez guiarte

a través de las doce fronteras

que cruzaste para salvar

la vida».

Vino David Rieff a Madrid, y hacía frío. Vino a la antigua casa del Círculo de Lectores. No había mucha gente para escuchar al hijo de Susan Sontag. No es que a él le canse que se refieran a él como al hijo de Susan Sontag, porque es algo que no podrá evitar nunca, aunque tenga vida propia, palabras propias, buenos libros, valientes libros propios, e ideas propias. Le conocí en Sarajevo, como a su madre, pero no al mismo tiempo que a su madre. Le fui a escuchar, y hasta le pregunté al final por Samantha Power, con quien acaso tanto compartió antes de que ella, la autora de un gran libro sobre el genocidio y las grandes inhibiciones occidentales, se pusiera a las órdenes de Barack Obama como embajadora ante las Naciones Unidas. Un respeto para quien se remanga, para quien se mete en el fango de la política, para quien trata de hacer algo en el campo de maniobras de la realidad. Aunque tanto nos haya defraudado, como el propio Obama.

«¿Qué queremos decir cuando hablamos de inmigración?», se preguntó David Rieff después de que Ramón González Ferriz le presentara con palabras cargadas de inteligencia y de buenas lecturas del propio Rieff y de otros observadores contemporáneos que no se enmascaran tras unos cristales convenientemente ahumados de ideología. Aunque ninguno de ellos, ninguno de nosotros, como la madre, y el padre, de Hansel y Gretel, seamos inocentes. «La nuestra es una época de grandes migraciones, un éxodo en grado nunca visto desde el éxodo europeo del siglo XIX a América». Ah, hubieran hecho bien desafiando al frío para acudir a escuchar a David Rieff en el espacio Bertelsmann (antiguo Círculo de Lectores) a pesar del frío. Proporcionó materiales para pensar. Como cuando dijo: «Como todo solvente economista del desarrollo podrá confirmar ante ustedes, el 60% de los futuros ingresos propios, en promedio, vienen determinados por el lugar del nacimiento». Esa lotería. O lo que le dijo un inmigrante subsahariano (negro) a los agentes de la Guardia Civil que le instaban a bajar de la valla (y a entregarse para poder ser devuelto, en caliente, al otro lado, a la otra orilla, al bosque de la noche marroquí): «¿No tengo también derecho a ser feliz?». Y una cita más, una que apela a lo que Simone Weil, la filósofa aguafiestas, no dejaba de decir, su gran aporía moral, el gran desafío: ponerse en el lugar del otro. Dijo Rieff: «Ellos lo saben, y al mismo tiempo, a causa de la transformación tecnológica del mundo, también saben como acaso los pobres de África y Oriente Medio de otras épocas no supieron, que la situación es mejor en otras partes, que si pueden llegar a la Unión Europea se les ofrecen posibilidades con las que siendo realistas, no cuentan en sus lugares de origen. Así que, por supuesto, vienen. ¿No vendrían ustedes?». ¿No vendrían? ¿No vendríamos, a pesar del frío?

La bruja de este Hansel y Gretel, que por cierto interpretan (cuestión de timbre) dos mujeres, la encarna un hombre, una cantante calva, la dueña del supermercado, la dueña del mercado, la dueña de las golosinas, de las chuches, de la vida feliz que reside en los supermercados abarrotados de placeres inagotables y seguramente innecesarios, que no deja de echar humo, porque es así como vivimos, es así como resistimos. Pero nuestros héroes saben cómo burlarla, cómo arrojar a la bruja al horno, y liberar así a todo un ejército de niños cebados para la producción en cadena. Liberados, felices, vemos llegar a los padres de Hansel y de Gretel, que se abrazan a sus vástagos, pelillos a la mar, todo olvidado, y a los niños liberados, a los niños cebados, perderse en el bosque camino ¿de qué? ¿De sus respectivos hogares, padres, países, futuro?

 Escribe Juan Gelman (en Hoy), el poema (o lo que sea) dedicado a Philippe Ollé, el XCI:

«El ejemplo científico, la precariedad académica, las reivindicaciones transversales, las normas de la visibilidad, la paranoia de los Papas, no deslunan a la luna. Ella tiene perfumes de animal sin matemáticas y las ilusiones confortables ven la muere en la furia del mundo. Las relaciones del relámpago con el dolor humano iluminan heridas en un instante azul. Debieran florecer fusiles en los musgos del ser al querer ser. Se fueron de la escena / el asesino quedó libre».

¿Qué pasa cuando un poeta mete en un poema una frase como «Debieran florecer fusiles»? ¿Se queda tan ancho, tan campante, tan a gusto?

Escribe Kepa Murua (en Ven, abrázame):

«Puede resultar triste

mezclar el amor con la muerte

pero así ha sido resuelto

en más de una ocasión».

Escribe Angélica Morales (en Monopolios). El poema se titula Cuarta fotografía,y no va entero:

«A cualquier domingo le sobran espinas.

Las fotografías con más peso se hacen en domingo,

haya mar o no,

después de vomitar en la feria una manzana y un rifle,

el pedazo virgen de una muchacha que se fuma tómbolas».

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