LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Febrero 16, 2015

Políticos y periódicos, vidas paralelas. Tristeza não tem fim

La noticia de la muerte de David Carr corrió como la pólvora entre quienes ya lo admirábamos antes de descubrir su talento para la autoironía en Page One, la estupenda película sobre el New York Times que al propio diario le pareció demasiado complaciente. David Carr conocía la calle porque padeció alguno de sus más crudos filos, y cuando se convirtió en cronista de la vida y miserias de la prensa demostró que no se casaba con nadie, que no se engañaba acerca de sí mismo, de la empresa para la que trabajaba, de la naturaleza de su profesión. Le gustaba hacer preguntas. Le gustaba comprobar sus historias antes de darlas a la imprenta. Todos los años solemos proyectar Page One en el Máster de ABC para solaz y aprendizaje de nuestros alumnos. Pedro Rodríguez, ex compañero en Estados Unidos con ABC, ahora profesor del Máster, me llamó esta tarde para proponerme que adelantáramos la cita. La pasaremos el lunes como nuestro particular homenaje a Carr. Y luego la práctica consistirá en escribir un obituario sobre David Carr. El del propio Pedro se publicará mañana.

La que fuera su jefa en el todavía admirable diario, Jill Abramson, pronunció el jueves una conferencia en la Fundación Rafael del Pino, dentro de un ciclo llamado Conversaciones con, organizado por la Universidad de Navarra. La expectación era muy alta. El auditorio estaba lleno hasta la bandera. No dijo nada nuevo, nada que no supiéramos, pero reafirmó nuestra fe en el periodismo. Dijo algo fácil de enunciar, pero no tan sencillo de aplicar. Algo en lo que muchos directores y altos ejecutivos de prensa parecen estar de acuerdo, pero que luego no se traduce en lo que solemos leer en nuestros periódicos. Por ejemplo, que nuestro futuro reside sobre todo en la calidad, en la diferenciación, en las buenas historias, bien escritas, bien trabajadas, que hablen de lo que interesa y concierne a la gente. A última hora, Abramson canceló las entrevistas que tenía concertadas en Madrid. También la que le iba a hacer mi compañera Inés Martín Rodrigo. Fue una lástima. Seguro que le hubiera sacado más de un buen titular. Seguro que le habría preguntado lo que no le pude preguntar en la Fundación Rafael del Pino: si echaba de menos su pupitre en el Times, y, una vez más, de qué naturaleza eran las discrepancias con su editor, Arthur Sulzberger Jr., que llevaron a su despido en mayo del año pasado. Mi amigo Pablo Pardo, corresponsal de El Mundo en Washington, tuvo más suerte. La entrevistó antes de que volara a Madrid. Hoy la publicó. El título (en papel) no tiene desperdicio: «Estamos obsesionados con el clic». (Aunque en la versión web también tenía un título digno de ser atendido: «Lo único que tiene un medio es su credibilidad. Cuesta mucho crearla y es fácil destruirla»). Fue una idea que desarrolló en su conferencia, pero se concreta limpiamente en la entrevista de Pablo: «Lo importante es que el periodismo de calidad sobreviva. No importa si es en la forma de un periódico o lo que sea. La clave es cuánto periodismo de calidad va a haber en un mundo obsesionado por los clics». Es decir, por la cantidad, no por la calidad. Es decir, por el tráfico, no por las ideas. Es decir, por la curva, no por la verdad. Ah, en la misma entrevista, Jill Abramson dice algo que también da qué pensar: «Otra cosa que también me pasa es que recuerdo mejor lo que he leído en papel».

Todos los grandes partidos políticos españoles están en crisis. Ninguno se salva. La gente no cree en sus dirigentes. Desconfía. Todos sus líderes suspenden en las encuestas. Se ha roto la confianza del público en sus élites. Se lo han ganado a pulso. Han mentido con descaro, contumacia y alevosía. Han arrimado con toda desfachatez el ascua a su sardina. Se han aprovechado de su situación de privilegio. Han sido feroces con los vicios de los otros, y amables con los propios. Se han ensañado con los adversarios, y han buscado todas las excusas posibles para justificar lo injustificable cuando concernía a sus conmilitones. Hasta que los periódicos, la justicia, la realidad, les ha obligado, a regañadientes, a trancas y barrancas, a veces nunca, a rectificar.

¿Y los periódicos? Todos los grandes periódicos españoles están en crisis. Ninguno se salva. Llevamos años retorciendo las cifras de la OJD (Oficina de Justificación de la Difusión) para que siempre favorezcan a la cabecera que nos paga. Los otros siempre bajan, nosotros siempre subimos. Ahora que arrastramos un larguísimo tren de números rojos, porque mes tras mes los periódicos no dejamos de bajar en nuestras ventas, apenas hablamos de ello. Preferimos centrarnos en la web, en los clics: ahí no dejamos de crecer, ahí no dejamos de mejorar. El problema es que a pesar de los muchos (millonarios) clics las cuentas no salen. Porque la publicidad ya no es lo que era, no cubre los costes que solía. Y la venta de los ejemplares de papel no cesa de decrecer. ¿Por qué? Tal vez porque nos hemos dedicado, como suicidas, a regalar en internet lo que vendíamos en el quiosco. Como pésimos maestros, hemos acostumbrado a los lectores a la idea de que la información es gratis. Y con demasiada frecuencia publicamos historias banales, irrelevantes, con su pizca de sexo, de morbo, porque generan muchos pinchazos. Lo sabemos. Funciona así. Forma parte de nuestra esquizofrenia. No queremos hacerlo, pero no nos queda más remedio. Cuando tengamos millones de pinchazos nos podremos dedicar a hacer verdadero periodismo de calidad. «Estamos obsesionados con el clic».

Cuando se hacen encuestas, también los periodistas, los periódicos, no salimos bien librados. Mucha gente, muchos lectores (salvo los entregados, los fans, los hooligans, que quieren que el periódico confirme sus prejuicios, lo que ya saben, lo que piensan) han dejado de confiar en nosotros porque perciben que no somos ecuánimes, que nos puede nuestra querencia ideológica, no la búsqueda de la verdad. Y porque demasiado a menudo somos implacables con los pecados de los adversarios y comprensivos con los pecadillos de los afines. Porque somos vistos como aliados del poder, de algún poder: político, económico, religioso… Y porque nos hemos vuelto demasiado previsibles, poco fiables, aburridos. Y porque hemos dejado de cultivar la excelencia, venga de donde venga. Y nos hemos entregado a la pobre política, a la de declaraciones: sin pararnos a comprobar si lo que dice el tunante de turno es una majadería, si miente como un bellaco, si miente a sabiendas. Una forma muy triste de fomentar el cinismo. Nos mienten, nos mentimos. Y así tratamos la realidad, siempre tan molesta, según la bandería: Depende de si quien lo dice es amigo o enemigo, afín o de la otra orilla. De si nos satisface o nos incomoda. De si nos confirma nuestras sospechas o nos deja en entredicho.

Es viernes. Ya no queda luz. Se termina la semana. En la repisa donde los compañeros del Cultural dejan los libros repetidos, o que no van a comentar por falta de espacio, encuentro una joya, uno de esos libros que valen una vida, que merecen una portada, un perfil, un ensayo, una Tercera de ABC: Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, de Simone Weil, que acaba de publicar la editorial Trotta. Lo abro al azar, y leo: «Nada en el mundo, sin embargo, puede impedir al hombre sentir que ha nacido para la libertad. Jamás, suceda lo que suceda, puede aceptar la servidumbre; porque piensa. Jamás ha dejado de soñar una libertad sin límites, bien como felicidad pasada, de la que se habría visto privado por un castigo, bien como felicidad futura, debida a una suerte de pacto con una providencia misteriosa. El comunismo imaginado por Marx es la forma más reciente de este sueño; un sueño que, como todos los sueños, siempre ha resultado vano y, si ha podido consolar, lo ha hecho como el opio; es hora de renunciar a soñar la libertad y decidirse a concebirla».

El miércoles cortaron los álamos que se veían desde la ventana de la redacción. Estaban sanos, como la sierra eléctrica pudo comprobar. La muerte les llegó temprano. Por decreto ineluctable. Por designios que no conozco. Servían de amable biombo entre nuestros ojos y la carretera de Barcelona, entre la redacción y la velocidad de la autopista. Era una pequeña celosía, ramas como manos que el viento mecía. Eran el mejor diapasón de las estaciones. Bastaba con asomarse para darse cuenta de en qué momento del año nos encontrábamos. Ya no forman parte de este mundo. Es una lástima. Les dije adiós, como ahora se lo digo a David Carr. Tristeza não tem fim.

 

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