LLUVIA RACHEADA

La medida del teatro, el telón del miedo Algunos textos se atragantan como si en realidad no tuvieran que ser escritos. Mucho menos publicados. Apenas ha empezado la Odisea a dar sus primeros compases cuando nos vemos en un brete que es un claro espejo: «Es de ver cómo inculpan los hombres sin tregua a los dioses achacándonos todos sus males. Y son ellos mismos los que traen por sus propias locuras su exceso de penas». Es decir, ¿cuándo aprenderemos? Y esto lo escribí antes de leer todas las incontinencias, inmundicias, lugares comunes y miedos a cuenta del ébola en Madrid. Al final de su columna de hoy en un diario de la competencia (todavía), y a cuenta de la película Bohyood, escribe mi admirado Arcadi Espada: «Es preciso recordarlo, sobre todo, en los periódicos: esos incansables suministradores de sentido, de culpables y porqués». Una ocasión pintiparada para hacer periodismo. Para huir del rumor. De las medias verdades. Del sensacionalismo. De las historias incompletas, con las piernas cortas o las patas rotas. De lo que no sirve para iluminar la realidad, o al menos acompañarla. Es tan ancho el mar que surcó Ulises en su retorno a Ítaca que según algunos geógrafos y topógrafos, coleccionistas de leyendas y lexicógrafos, pudo haber tocado mucho antes que los moros y la Legión la isla de Perejil, e incluso las costas escocesas, pasando por las Islas Cíes que velan como una celosía llena de viento la ría de Vigo. Por eso hizo diana el filólogo y geógrafo Eratóstenes cuando profetizó que no se llegarían a situar con exactitud los escenarios de la segunda gran epopeya de Homero mientras no se logre encontrar al talabartero que cosió el odre de los vientos de Eolo. ¿Y quién hay a esta hora en la redacción dispuesto a embarcarse en tamaña empresa para investigar al nuevo Eolo de esta hora que nos tiene desconcertados y sin saber qué rumbo tomar para salvar la empresa, para salvar la realidad, para escribir la historia detrás de las noticias? La vida de los teatros es muy efímera, sobre todo cuando son apenas cuatro días de septiembre los que se presenta una compañía rusa dirigida por un británico y deja el listón tan alto que no hay telón que luego se levante sin un polvillo de mala conciencia. Acababa de empezar la temporada y la cura de humildad era una marea de asombro, y que para colmo coincidía con un triste arranque de temporada en el Teatro Real: con unas Bodas de Fígaro que no conseguían, pese a la dichosa enjundia mozartiana, la sensación de un quiero y no puedo. Como si el montaje dirigido para la escena por Emilio Sagi no hubiera envejecido bien. Fue lo primero en lo que pensé cuando se apagaron las luces en el teatro María Guerrero. En aquella jornada con Gervasio Sánchez en un campo de refugiados ruandeses en Burundi. Había tantos niños que mi compañero no podía disparar su cámara sin que se inundara el campo de rostros. No podía hacer fotos decentes. Por eso me pidió que, como un improvisado flautista de Hamelín, me los llevara. Hice lo que hacía mucho tiempo que no hacía. Jugar. Empecé a hacer el ganso. Ante mi sorpresa, una legión de felices imitadores surgió al punto. Cada gesto, cada grito, cada frase era repetido, coreado, multiplicad por una nube de niños y niñas de todas las edades que se volvió ingente. Fue tan abrumador como emocionante. Uno de mis mejores días en África. Y cuando se nos echó la tarde encima no querían dejarnos partir. Fue lo primero que recordé cuando, nada más apagar las luces, un grupo de actores surgió de entre cajas: seguían a un tipo larguirucho, con pinta de loco ruso. Le imitaban como aquellos niños en aquel campo de refugiados de Burundi. Así empezó el juego tan verdadero del teatro, y ya no nos dejó que perdiéramos comba. Porque desde el primer instante Declan Donnellan, director de la sin par Cheek by Jowl, al frente de una portentosa compañía rusa, el Teatro Pushkin de Moscú, abrió un tarro de esencias que parecía inagotable. Compartía con el crítico de ABC, Nacho Garzón, y el del Mundo, Javier Villán, un moderado entusiasmo por Medida por medida, una pieza que en el abrumador repertorio de Shakespeare no suele figurar en el frontispicio. Y sin embargo lo que Donnellan y su entusiasta troupe logró en el María Guerrero consta ya en los grandes anales de las noches que no debemos olvidar cuando queramos referirnos al teatro como una de las formas más felices de dar cuenta de la vida y de su raro significado. Frescura y profundidad, precisión y ligereza, no hay ningún actor que desluzca el conjunto, como en los montajes históricos de La Taganka (Yuri Liubímov, su artífice, acaba de hacer mutis de este mundo), nadie estaba fuera de sitio: toda la compañía todo el tiempo, jugando a hacer teatro con una seriedad equiparable a la que ponen los niños en el juego, pero con gestos, voces, acciones, movimientos tan medidos que parece que acaban de surgir de la memoria de cada cuerpo por primera vez. Con el peine y toda la caja del teatro al aire, con tres cubos rojos que servirán de garitas holandesas para mostrar las grandes pasiones humanas, y la sabiduría de un director superdotado para mezclar filosofía e investigación policial, integrismo y debilidad, carne y espíritu. Lo cuenta con la brevedad de un látigo amable el propio Donnellan en el programa de mano: «Como muchos grandes thrillers, no es pura comedia ni pura tragedia, sus cambios dramáticos de tono nos mantienen en vilo. Un gobierno corrupto, una novicia sumida en un dilema espantoso… Una ciudad asfixiante e imprevisible, policía, conventos, cárceles y burdeles». Un chorro de vida hecho casi con las manos desnudas, con viveza, ritmo, con una compañía capaz de bailar y actuar, de meterse como un guante en papeles que nos conmueven, aunque tengamos que leer la traducción del ruso colgada del cielo del teatro. Esto es lo que es, teatro capaz de incendiarnos el alma, de dejarnos mudos de admiración, de mostrarnos en toda su síntesis el misterio de la condición humana, flaquezas y grandezas. En su trama, en su gran metáfora, me recuerda una suerte de Vida es sueño con menos galas teológicas y morales. Claro que talentos así no se improvisan. No se improvisa la grave ligereza rusa ni la capacidad de los grandes directores británicos para desmenuzar con inteligencia y claridad los grandes dramas de Shakespeare y servirlos en plato de luz para saborearlos como recién sacados del horno de su talento. Empezamos hace días, como otras tardes, cuando ya está todo el pescado vendido, y parece que no hay nada que hacer contra nuestra propia condición. Por eso hago mi primera escala en las Memorias de la Revolución Culturalgracias al poeta chino Luo Ying, que así titula el poemario que acaba de publicar Visor. El poema ‘Grupo de interés monopolístico’, acaba así «Se ven a sí mismos como la “generación roja” que puede permitirse enriquecerse primero Con el fin de legar su riqueza, necesitan asegurarse que “el cielo no cambie de color” Soy uno de aquellos magnates, mi punto de vista e ideas están en consonancia con ellos Pero en las canciones rojas escucho el “viento aullante, caballos relinchando y el rugido del Río Amarillo” ¿Cómo no preocuparme cuando los migrantes sostienen pancartas en las afueras de mi edificio y cantan: “¡Dinero por nuestro sudor y sangre!”». ¿Acaso se lo vais a reprochar, vosotros, nosotros? La noche ha caído sobre la ciudad. El momento se presta a todo tipo de disquisiciones sobre la vida y la muerte. En los bares y en los prostíbulos, en los teatros y en las saunas, en las iglesias y en las cárceles, en los hospicios y en los hospitales, en las comisarías y en los salones se habla y se habla. El miedo suelta la lengua. Y la ignorancia. Y la prepotencia. ¿Es necesario sumarse al rumor, al escándalo, al run-run del miedo? Con el gigantesco altavoz de las redes sociales las voces y los ecos se multiplican hasta la extenuación, los cinco idiotas que uno tenía a buen recaudo y sabía dónde soltaban sus sandeces para eludirlos o prestarles atención un minuto tonto al año ahora disponen de un formidable aparato de difusión de sus barruntos y ocurrencias, y los medios serios, aquella prensa de antaño, tan consciente y vanidosa de su propia misión, participamos del gran festín carnívoro metiendo en el mismo saco digital lo serio y lo obsceno, las prótesis y las grandes ideas, Homero y el último regüeldo, Shakespeare y esos programas que degradan todo lo que tocan. Nuestro mundo. En el mes de mayo de 1995 viajé con mi amigo Gervasio Sánchez a Kikwit, en la República Democrática de Congo. Un brote de ébola había comenzado a hacer estragos. ¿Pasamos miedo? Claro. Pero estaba tan lejos África y los males africanos que en realidad aquí nunca nos importaron demasiado. ¿Y ahora? El teatro de la peste, que es el del miedo, necesita dramaturgos y periodistas, pero también buenos médicos e investigadores, y palabras contra el error y el pánico.

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