LLUVIA RACHEADA
Un punto y coma te puede salvar la vida Íbamos de vuelta, todavía con la noche emboscada, por lo tanto esperándonos, pero con las palabras calientes en las orejas y en la boca. Fue Pablo Mancini el que lo dijo, el que supo captar nuestra atención mientras el autobús abandonaba suavemente los prados que sitian San Millán de la Cogolla, las verdes colinas, las frases de un español primigenio que seguimos cultivando siglos después y, a veces, incluso entendiéndonos gracias a él: “Yo no uso mucho el punto y coma, pero cuando lo uso me salva la vida”. Y nos reímos. Y acaso cada uno, en esa carlinga del cerebro que se llama fuero interno, dedicó un rato a pensar en sus relaciones con el punto y coma. Porque alguien había comentado (o comentó al hilo del comentario de nuestro amigo argentino, que gracias al jet lag había mejorado dos grados en la escala Ricther de la lucidez), que en la Fundeu y en la RAE reciben a veces consultas sobre el punto y coma. Algunos creen que ha sido abolido, como la esclavitud. Hay días en que uno sueña que escribe. Hay días en que uno sueña el artículo de pe a pa, y cuando se despierta no se acuerda de la misa la media. Hay días en que uno no está para nada. Hay días en que desea escribir y no encuentra el modo y manera. Hay días que son de frases hechas, de vino y rosas, de raya en el agua. Por ejemplo este artículo, que tenía su título y su canesú. Pero llegaron unos caballos que no habían sido invitados y tiraron de las puntas del día en direcciones opuestas y no me pude resistir y lo que me urgía decir se perdió como lágrimas en la lluvia, etcétera. Fueron dos días en torno a una mesa alargada en la sede del Cilengua. Los niños juegan en el patio del convento de San Millán de la Cogolla. Sin saber qué rayos hablamos en la biblioteca, con la Princesa Letizia (que tal vez entonces ya sabía que estaba a punto de ser Reina). Me atreví a sacar mi ordenador y a plantarlo sobre la mesa. Después, cuando bajamos al refectorio para un piscolabis, y bebimos un Rioja que no se comercializa, pero que no hemos podido olvidar (viña Grajera), la Princesa me preguntó que escribía: «La crónica para ABC», le dije, antes de preguntarle si le podía preguntar qué le parecía la decisión de la Casa Real de meterse en Twitter. —No me lo puedes preguntar. —Por eso le pregunté si se lo podía preguntar. Por la noche nos invitaron a visitar las bodegas de CVNE (o Cune: Compañía Vinícola del Norte de España). Al cementerio de CVNE se accede a través de un umbral umbrío y de una verja de hierro que guarda tesoros bebibles. Excavado en la roca, la lengua viva del Ebro, a no menos de 14 kilómetros, es agente provocador de una atmósfera que se ha dejado pudrir intacta desde hace décadas, como muestran las estalactitas de moho, o las alfombras de seres microscópicos que viven de la penumbra perpetua. Aquí hay vinos que envejecen para siempre. Los más antiguos fueron depositados hace más de un siglo (creo que el más antiguo en 1888, el año en que Nietzsche empezó a perder la cordura), y los compromisarios que acostaron esas botellas acabaron jurándole sueño eterno. Porque para abrirlas, y así lo signaron ante notario, deberían estar todos ellos presentes. Sus biografías son ceniza, y a ese vino, seguramente avinagrado, acaso convertido en polvo de oro, melenas de uva, posos inescrutables, ya no lo rescatará nadie. La lápida que da cuenta de los enterramientos más provectos parece una estela dedicada a un Baco riojano que cuando se cierra la verja y se apagan todas las luces sale con sus bacantes a celebrar en el resbaladizo pavimento sus libaciones y sus cópulas. Daba algo de miedo esa inmensa sacristía donde tantos vinos yacen. Los más tiernos todavía encuentran el camino de comedores galantes y paladares codiciosos para que se suelte la lengua con la que decimos verdades y mentiras que nos retratan. Tras una cena con cordero lechal bien regada con riojas bien trasegados volvimos al parador de Santo Domingo de la Calzada, que todavía restaba una mañana en la que hubo tiempo de volver a pensar en El español del futuro en el periodismo de hoy, cuyas conclusiones elaboraron los fiables escribas de Fundeu para aprovechamiento del oficio y sus correligionarios, cada uno de nosotros, que a veces no sabemos muy bien qué hacer incluso con el punto y coma, aunque pueda salvarnos la vida. La ortografía, como la sintaxis para Paul Valéry, acaso sea también una cualidad del alma. |
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