LLUVIA RACHEADA
El amor nos hace grandes, pero aún más grandes nos hacen las lágrimas Como si estuviera jugando al juego de la verdad accidental, abrí al azar el libro del poeta Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, 1926-México D. F., 1929), Recuento de poemas (1950-1993), recién publicado por Visor. Me di de bruces con algo que bien me podría servir para lo que pretendía. El titulado ‘El cadáver prestado’ tiene a medio camino unos versos que rezan: Mojado por la llovizna de la muerte llego a la casa a oscuras. Piezas vacías en las que no hay ni un muerto, ni un fantasma, ni un ruido, sólo una luz desesperada hundiéndose, soltando las paredes como la tabla el náufrago. Casa del tiempo, criadero de sombras, nido de aguas negras: En voz alta me hablo como a un amigo muerto, me toco en la humedad de tu tierra perdida. Y con ese caudal vuelvo a mi butaca en el teatro de la ópera, como si fuera un niño que hubiera tenido mucha suerte. Cioran dice: «Si hubiese tenido una infancia triste, habría sido mucho más optimista en mis ideas […]. Eso me destruyó interiormente en cierto modo». Yo no creo haber tenido una infancia triste, pero no sé si podría suscribir las palabras del filósofo rumano en cuanto al optimismo de las ideas. No creo que lo sea, aunque sí de la acción, aunque sea una acción casi siempre limitada al pensamiento, al hacer con palabras, que es nuestra forma limitada de pensar, pese a sus estratos. Pero si escarbo, ¿qué encuentro? ¿Son las raíces del nogal más poderosas que sus ramas? Tengo ante mí el programa de Les contes de’Hoffmann. La portada es una fotografía de la cafetería del Círculo de Bellas Artes, que le gustaba mucho a Gerard Mortier, cuyo aliento se puede rastrear en este montaje que ya desapareció del Real, como el propio Mortier, que hizo mutis por el foro antes de que esta versión de la ópera de Jacques Offenbach (1819-1880) llegara al coso madrileño. Es evidente que el director de escena, Christoph Marthaler, se dejó atrapar por esa iluminación de Mortier: la de trasladar la acción a un espacio que recuerda poderosamente la cafetería y la sala de billares del madrileño Círculo de Bellas Artes (no en vano Daniel Verdú tituló su reportaje sobre esta versión de la maravillosa partitura de Offenbach La última ópera de Gerard Mortier). Fue su última producción, perfecta como cierre en cuanto a evocación de sueños, de amores que acabaron mal, pero de pasiones al cabo que justifican o al menos llenan una existencia. Y más si está dedicada a explorar su sentido a través del arte. Verdú recordó en su artículo que Sylvain Cambreling, el director musical, y Mortier se conocieron en 1978, cuando el primero dirigía en la ópera de París precisamente Los cuentos de Hoffmann. El Círculo, comentó Anne Viebrock, la escenógrafa, «es un lugar del pasado que no sabemos cómo sobrevive hoy». ¿Cómo sobrevivimos nosotros, con qué argamasa ética, con qué tareas, con qué ilusiones, con qué certezas? Olympia, Antonia y Giuletta. Tres mujeres, tres historias, tres amores fracasados, y Stella, que en los sueños del poeta adopta sus tres apariencias: Olympia, la muñeca mecánica; Antonia, la artista, y Giuletta, la cortesana. En la versión de Marthaler, Stella será quien pronuncie sobre el escenario del Real unas premonitorias palabras de Álvaro de Campos (uno de los heterónimos más lúcidos de Fernando Pessoa) escritas a comienzos del siglo XX que se refieren a la destrucción de la cultura. Conviene volver a leer Ultimátum, porque si en la ópera fue como un latigazo mental, fuera de escena sigue alumbrando como una candela en medio de una tormenta no sólo digital sino también moral. En ese programa que llevaba la escultura de Moisés Huerta en primer término, una mujer dormida en el mármol que es el centro de todos los caminos y todas las miradas de la cafetería del Círculo, leo lo que escribió Yvan Nommick, catedrático de musicología en Montpellier: «Los Contes son, desde luego, una reflexión sobre la verdad y la ilusión, sobre el ser y el estar, pero sugieren también que para el artista, para todo creador, la obra está por encima de las dificultades de toda índole que la vida puede interponer en su camino: Hoffmann y Offenbach, estando muy enfermos, trabajaron en su obra hasta el final». Veo al barman salir de su barra coronada de espejos, salir a secar el sudor imaginario de las modelos que posan desnudas. Veo al barman dando de beber al sediento. Veo al barman abriendo una Bauhaus para el pensamiento en medio del declive contemporáneo de las artes. Yo mismo, arrastrado por tareas imperiosas, dejé que el olvido hiciera su zapa. Perdí el impulso de la emoción, cuando todavía en el Real era posible abismarse en una de las óperas que con más libertad recogían ese espíritu del artista que se arriesga a perseguir sus sueños sin una carta de navegación. ¿Como el propio Mortier? Prometo enmendarme, me digo, y para ello recurro a otro poeta latinoamericano, David Rosenmann-Taub, nacido en Santiago de Chile en 1927, y de quien la editorial Pre-Textos, en su luminosa colección La cruz del Sur, acaba de publicar El duelo de la luz. De esa «Antología de cortejo y epinicio» extraigo este poema, y que sea lo que Dios quiera: Mis únicos albedríos, mis valientes proveedores de estíos -gafas, canas: alicientes-, me custodiáis, padres míos, como fulgores y dientes. Sea, y con estos versos otros que cerraban como una declaración musical y filosófica de intenciones la ópera de Offenbach que todavía resuenan en el bar desierto de mi cabeza: «El amor nos hace grandes, pero aún más grandes nos hacen las lágrimas». Vivir, a fin de cuentas. Vivir. Con todas las consecuencias. Sea. |
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