LLUVIA RACHEADA

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Redacción


Marzo 30, 2015
Muerte en Venecia, a caballito. (Ninguna nostalgia de las palabras) En ningún momento eché de menos las palabras. No en vano uno de los aspectos más irritantes y arcaicos de las óperas contemporáneas son las partes que se les ofrecen a los cantantes para que las canten y las interpreten. El resultado, amén de inorgánico la mayor parte de las veces, suele ser pueril, cuando no completamente idiota. Una solución sería aprender del cineasta francés Robert Bresson, que únicamente introducía en sus películas música proveniente de las acciones de sus personajes: o bien porque ponían un disco, sintonizaban una emisora de radio, asistían a un concierto, tocaban un instrumento o simplemente cantaban. La música nunca se convertía en una intromisión dramática arbitraria que el director, como un pequeño dios, utilizaba para propiciar una reacción emocional en el espectador. Una manipulación. Del mismo modo, al obligar a cantar cosas que jamás cantarían los directores ponen a los cantantes de ópera en tesituras imposibles, y no solo se resiente toda la verosimilitud del montaje, sino también, con harta frecuencia, se agrieta su belleza. Nada de eso ocurrió durante la representación de Muerte en Venecia por el Ballet de Hamburgo en el Teatro Real a partir de la coreografía y la puesta en escena de John Neumeier. No sólo entendíamos límpidamente el debate entre apolíneos y dionisíacos que se libraba en la mente y el cuerpo de Gustav von Aschenbach, en este caso trastocado en coreógrafo en crisis creativa, sino también en el certero empleo de la música de Johann Sebastian Bach y Richard Wagner. Esa sabia elección contribuía a hacer la ideología más visible, la música más táctil. El contraste entre la vida del espíritu y la de la carne. Lo cual no quiere decir que volviera la función maniquea, ni tampoco el alma del protagonista. Y desde luego no sometía la partitura a un vulgar reduccionismo. Es raro ese don de volver la música inteligible, no más vulgar o menos compleja. Y creo que la danza, que trasvasa el sonido a las tres dimensiones, convierte al cuerpo en instrumento, es tal vez el arte en el que esa metonimia se hace más estrecha. Cuerpos afinados al máximo los de algunos bailarines, ¡y había tantos entre los que elegir en el elenco del Ballet de Hamburgo! El viaje intelectual y emocional del artista se despliega ante nosotros con una plasticidad que no necesita en absoluto de las palabras (aunque en el origen –no conviene olvidarlo– estén siempre ellas. Seguimos pensando con ellas. De ellas somos esclavos. Con ellas tomamos conciencia de nuestros límites. Con ellas nos liberamos) para hacerse entender y, sobre todo, para emocionar. El propio Neumeier (que firma además de la dirección y la coreografía los figurines –junto a Peter Schmidth, hermosísimos, sobre todo los de las muchachas– y la iluminación, que es aquí un elemento teatral de primera magnitud, reconoce el riesgo que corre al mostrar la desazón que siente el propio Von Aschenbach –su colega coreógrafo– al no conseguir que los bailarines plasmen con su cuerpo lo que él –tampoco– acaba de acertar a concebir con su mente, y por eso se interna en el patio de butacas, para que compartamos con él su amargura, su soledad, su estar perdido. Magnífico de contención, exactitud y desgarro Lloyd Riggins en el papel de Gustav von Aschenbach, “el gran coreógrafo”, y fulgurante en la réplica, el eco, el dejarse desear, AlexandrTrusch en el de Tadzio. Con un prodigioso cuerpo de baile en el que (a la manera de Peter Brook), Neumeier ha mezclado bellezas disonantes, estaturas, fisonomías, envergaduras, complexiones, sin buscar más armonía que la destreza y la inteligencia, dos rasgos que conocer y convocar para que surja la belleza, y sin desdeñar el sudor, que también ilumina, y tiene tanto que ver con el esfuerzo, y con el deseo, para que los ojos y la luz patinen, se detengan, nos reflejen. Y por supuesto la impresionante complicidad y entrega de una pianista como Elizabeth Cooper, que también actúa porque está en escena, y todo lo que está sobre un escenario significa, compone, tiene sentido, o lo emborrona. Aquí, desde los cicloramas del mar a las estilizadas puestas de sol de tinta japonesa contribuyen a armar un espectáculo para los sentidos, la imaginación, la realidad carnal, el miedo, la duda, la búsqueda, la pérdida. El riesgo de atreverse a sentir. Y asumir las consecuencias. En Alemania, o en Venecia. En el teatro, en nuestra vida. El resultado de toda esta Muerte en Venecia supera la versión operística que vimos en el mismo teatro hace no demasiado tiempo. Llega más adentro gracias a su poder de evocación, a su claridad de líneas, a su estilización dramática, a su libertad y a su confianza en el medio artístico elegido. Se decide a ser lo que es y a servirse de todas las armas a su disposición. Y a caballito, como algún bailarín lleva al centro de la escena a su partenaire, y viceversa, con esa dosis de juego que este precioso ballet convocó hasta la lluviosa noche del sábado en Madrid. Al salir vimos dos grandes camiones (uno con caligrafía alemana, otra rusa) aparcados en la plaza de Ópera para cargar los bártulos y volver con la emoción a la carretera. En la memoria, el motivo de Tristán e Isolda, en los dedos avezadísimos de la Cooper, que se repetía como contrapunto del amor imposible (de otra naturaleza, pero irrealizable, y acaso por eso eterno, perdurable, entre Tadzio y Von Aschenbach) y también en la banda sonora grabada, que se entrelazaba sin estridencia con la música en vivo que el gran piano destilaba. Otro prueba de la feliz liberalidad con la que John Neumeier (que califica su montaje de danza macabra), director y principal coreógrafo del Ballet de Hamburgo desde 1973, y que ha redondeado su capacidad para inspirar talento y belleza fundando cinco años después la escuela de ballet de la compañía, y en 2011 el Ballet Nacional de Jóvenes. He aquí un camino que merece ser abrazado.
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