A veces parece que siempre es de noche
Alfonso Armada Los malos poetas y los malos periodistas abusan de las metáforas. Como la noche, el corazón de las tinieblas y otros lugares comunes, tan desgastados que apestan. Las palabras gastadas reducen la capacidad de entender la realidad. Y hacen falta muchas palabras verdaderas, no tópicas, no manoseadas, no desgastadas, para entender África. En la medida que el periodismo recurre a formas lingüísticas empobrecidas por el abuso caemos en la deshumanización. Es uno de los males de nuestro tiempo. Hacemos tanto ruido para no decir nada queriendo decirlo todo. Y la realidad perece aplastada por la actualidad, y sus derivados de la sociedad del espectáculo. Vuelve a ser de noche. A veces parece que siempre es de noche. Ahí me venía venir, porque la siguiente oración parecía al pelo de ese trampolín en el que impulsarse para caer sobre la gran charca negra (o azul cobalto, no vamos a ser tan cenizos) de África, y más cuando el domingo se cumplen veinte años del genocidio de Ruanda. Por eso, antes de apagar el ordenador, de callarme un poco, aprovechando que se ha hecho de noche, es viernes, y cada uno se entrega a sus afanes, legítimos o ilegítimos, le voy a ceder la palabra a Juan José Aguirre Muñoz, obispo de Bangassou, en la República Centroafricana, país que se disputa con encono el primer puesto en el escalafón del olvido y del dolor. Le entrevisté en Madrid. Hay hombres que te obligan a hacerte las preguntas que no te atreves a hacerte a solas. Él lo hace en su libro Solo soy la voz de mi pueblo. Un obispo en Centroáfrica, que acaba de publicar la editorial PPC. Recuerda el obispo el tiempo que pasó su sobrina Laura en Bangassou para ayudarles a informatizar las cuentas de la diócesis. “Me acompañó en una visita a las comunidades de la frontera con el Sudán, a seiscientos kilómetros de Bangassou, cuatro días de marcha por pistas deterioradas. Encontramos un coche Toyota cargado hasta los topes con pasajeros y bultos. Estaba parado en mitad de la selva, arreglando un enésimo pinchazo. Me pararon y me dijeron que una muchacha joven había muerto entre los equipajes una hora antes. Me acerqué a ver el cuerpo, ya frío, una chica joven, con una vida –me enteré luego– muy aventurera y escabrosa. No sabían qué hacer con el cadáver, el rictus de la muerte en su rostro y los brazos caídos, sin vida. Olía mal a causa de una llaga enorme y abierta en su pierna”. La redacción se va quedando vacía. Cojo aire. ¿Estamos deshumanizando el periodismo con nuestro empeño en conseguir más y más pinchazos en nuestras páginas digitales a costa de publicar banalidades, perfectas tonterías, noticias, o presuntas noticias, o fragmentos de noticias, historias que son retales, noticias que no se entienden, o que dejan de serlo al cabo de pocas horas, pocos minutos, pocos segundos, historias que no hacen más inteligible el tiempo que vivimos, sino más bien todo lo contrario? ¿Que nos dan la impresión de que nuestro mundo se ha vuelto incomprensible? Porque nos falta el contexto, los antecedentes, la hondura para explicarlo en toda su complejidad, o en parte de su complejidad. Humilde y atento tiene que ser el cronista. El tiempo que nos falta. Al cronista para escuchar. Al lector para leer. Al jefe para dar espacio y tiempo para que el periodista se convierta en cronista, indague, pregunte, vuelva y escriba con una caligrafía tan certera como emocionante. Al lector que quiera saber para que lea hasta el último aliento. Crónicas de largo aliento. Pero dejemos que el obispo concluya su relato antes de darles las buenas noches, antes de perderme yo en la noche de Madrid, que es mucho menos profunda y peligrosa que la noche en la República Centroafricana: “La llevamos a mi coche y le pedí a mi sobrina Laura y a la cooperante Ana, que nos acompañaba, que soportaran la presencia de ese cuerpo sin vida, que la llevaríamos hasta la siguiente misión para enterrarla con dignidad en vez de dejarla en plena selva, amenazada por una tormenta muy fuerte que se acercaba por el horizonte. Les dije que Dios las premiaría por querer acompañar a esa joven en la parte final de su último viaje, como Dios premió a Tobit cuando enterraba a los muertos de noche, a escondidas del gobernador. La sentamos entre ellas. Le atamos la cabeza al reposacabezas. Los baches del camino echaban el cadáver sobre la una o sobre la otra, que delicadamente empujaban para ponerla en posición central. Así estuvieron hasta que les entró un ataque de risa histérica. La transportamos 80 kilómetros. Empezó a llover de manera torrencial. En mi coche cerrado olía a muerte, a llaga purulenta. No sabíamos si era mejor dejar las ventanas abiertas y que nos entrara la lluvia o cerrarlas y que nos golpeara el mal olor. A mi sobrina y a Ana les sorprendió la muerte de repente, la tuvieron que tocar, porque el cuerpo se balanceaba entre ellas columpiado por los muchos baches del camino, la tuvieron que sostener, que oler, que acompañar… Porque en África la muerte está barata y se toca con nada y muy de cerca”. Estos días vamos a recordar a Ruanda, que hemos olvidado durante buena parte de todo este tiempo. Ahora olvidamos concienzudamente a la República Centroafricana. Enfocamos. Desenfocamos. O mostramos cadáveres. Y poco más. Hablamos, escribimos, explicamos muy poco de África. Ahora vemos a los que se suben a las verjas que tratan de proteger Ceuta y Melilla, nuestras avanzadillas en el norte de África, últimas plazas fuertes, nuestra frontera sur, nuestro cortafuegos con la pobreza, y se cortan, se llagan, se desgarran, y hablamos de asalto, y luego volvemos a nuestros asuntos, y no nos hacemos responsables. Vivimos con ello. Como vivimos en su día con Ruanda. A veces parece que siempre es de noche. Para unos más que para otros. ¿Sirve la metáfora? Buenas noches. |
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