Alfonso ARMADA “Cabe escuchar, escuchar, escuchar”, escribe el poeta polaco Adam Zagajewski.Fui a ver Fidelio, la única ópera que compuso Ludwig van Beethoven, con toda la curiosidad del mundo. Porque rara vez defrauda Beethoven a los que buscan y encuentran en él estímulo y emoción a manos llenas, ensoñación política y conmoción estética. Con libreto de Joseph von Sonnleithner, revisado por Stephan von Breuning y Georg Friedrich Treitschke, basado en el libreto de Léonore, oul’amourconjugal (Leonora, o el amor conyugal), de Jean-NicolasBouilly, la trama está inspirada en un acontecimiento ocurrido en los años del terror, tras la Revolución Francesa, aunque el libretista traslada la acción a una hipotética Sevilla. Quién mejor que el propio Beethoven para expresar sus sentimientos respecto a su única ópera, Fidelio, nacida a caballo entre las comedias domésticas del siglo 18 y las grandes pasiones románticas que dominaron el resto del siglo 19. “El hijo que me ha costado los peores dolores, el que me ha causado más penas; pero por ello también el más querido”. Así se expresaba el compositor de Bonn a cuenta de su particular tour de force operístico. Y prosiguen los argumentistas del teatro: “Quintaesencia de su genio musical, la redención de un prisionero por la fidelidad y el valor de su esposa se transforma de forma progresiva, en lo dramático y musical, en un canto colectivo a la libertad y la esperanza del ser humano que recoge el ideario ilustrado de su autor. Y que se convierte, hoy más que nunca, tras un siglo 20 que asistió a la muerte de las ideologías, en la utopía de aquellos que claman por esos mismos valores todavía por conquistar”. Es decir, una trama sobre el papel apasionante, con ingredientes que permiten una gran apuesta escénica, y con una partitura que es más que una pera en dulce para un director musical. Y ahí va mi primera perplejidad, planteada, todo sea dicho, sin dejar de anotar que la función a la que asistimos fue de nuevo entrecortada por un hábito que amenaza con echar raíces en el nuevo Real: la tendencia de una parte del público a aplaudirlo todo, a cortar el ritmo, a subrayar lo innecesario, a impedir que el dibujo estético y moral se completen. Triunfo, en lenguaje taurino y en lenguaje operístico, con buena parte de los espectadores puestos en pie para celebrarlo todo: el elenco, el coro, la puesta en escena, las prestaciones de la orquesta, los arreglos del director musical, HartmutHaenchen. Completemos la plantilla, para luego pasar a las objeciones: Con dirección escénica del italiano Pier’Alli, el reparto lo encabezan Michael König, AdriannePieczonka, Fran-Josef Selig, AnettFritsch, Ed Lyon, Alan Held y GoranJuric. En su crónica en ABC antes del estreno, Julio Bravo decía que se había permitido el director musical una licencia. “De forma habitual, antes del final, y para permitir el cambio de escena, se interpreta una obertura de Beethoven, Leonore 3; para mí es un error, porque supone volver a narrar de manera musical lo que ya hemos oído con anterioridad, porque está escrita para tocarse al principio de la ópera”. Para paliar ese error, en palabras de Haenchen, regala al público el tercer y cuarto movimientos de la Quinta Sinfonía, que, a su juicio, a juicio del que lleva la batuta: “encaja más con la filosofía de ese momento”. No contento con enmendar la plana a la única aventura operística de Beethoven, el director musical (imagino que en connivencia con el director de escena) decide descabalar el ritmo y la estructura de la ópera con un concierto sinfónico que dilata la acción (aplaza el desenlace), pone la emoción y la mente en otros disparaderos y quiebra el espinazo del montaje. No se entiende, pese a la potencia sonora de esaQuinta que siempre es un placer escuchar. Pero no aquí, no ahora. La mejor manera de entender un poema es leerlo en voz alta, despacio, para uno mismo, en soledad. Pero todavía mejor si se transcribe, palabra a palabra, verso a verso, y a ser posible a mano. Lo que falta en el periodismo español es lo mismo que falta en la política española, en las familias españolas, en los hospitales, en las aulas, en los intercambios verbales en los bares (salvo en los night-clubs, quizás): Escuchar, escuchar escuchar. Este Fidelio que tanto gustó al público del Real parecía viejo antes de nacer. Como si desde Valencia (de allí procede) quisieran aguarle la capacidad revolucionaria. El montaje (desde el horrendo vestuario a la pobre luz y la escenografía entre protomedieval, realismo socialista para bancos centrales y pop melifluo de falla deconstruida del final) carece, salvo en el arranque (tan demorado) del segundo acto, en la que logra alguna iluminación al bajar a la cripta donde agoniza Florestan, de lo que José Luis Téllez proclama en el programa: “Monumento erigido a la dignidad humana y a la dignidad del arte como herramienta educativa”, o como señala unas líneas antes: “Fidelio es una pieza de arte militante: militante contra la tiranía, y, sobre todo, militante a favor de un arte en que la belleza sea una dimensión de la lucha en pro de la libertad y la justicia”. Eso está en Beethoven, está en el libreto, pero no en el acartonado, plúmbeo, estático, desfalleciente montaje, con un coro mal utilizado, y unos actores que en manos del director de escena parecen marionetas desarticuladas. La ideología estética del montaje parece casi una impugnación, por su mediocre, huérfana de fe, o de ideas, puesta en escena. Fue antes de que los cielos se abrieran de par en par y descargaran su furia sobre la reseca y sucia ciudad de Madrid. Todo puede empeorar, política y moralmente. Decía que antes de la tormenta que el jueves se abatió sobre la ciudad ya había previsto cerrar esta toma de tierra que también quiere ser un post con un poema de Zagajewski titulado Última tormenta Alguien se va. Alguien ha bebido silencio. Sólo en agosto gritan las tormentas como dementes en una ambulancia. Las ramas nos golpean las mejillas. Huelen hojas de alisios a aceite de heno, a sueño. Cabe escuchar, escuchar, escuchar. Bajo el agua respiran manantiales cansados. A las cuatro de la mañana un solitario y último relámpago con rapidez dibuja algo en el cielo. Dice “No”. O “nunca”. O tal vez: “Valor, no se apagó el fuego”. Este poema pertenece al libro Tierra de fuego, de Adam Zagajewski, traducido por Xavier Farré y publicado por Acantilado. |
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