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La poesía de Hannah Arendt

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CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL Se sabía que entre sus papeles, algu­nos publicados, otros no, la filósofa Hannah Arendt (1906–1975), una de las mentes más audaces y preclaras del siglo pasado, había poemas, pero nunca habían sido tomados en cuenta como tales ni editados aparte en un volumen. Entre los numerosos estudiosos de su obra se asumió, si es que así ocurría, que el verso, para Arendt, era sólo una apostilla del pen­samiento y así sus poemas quedaban inscri­tos, la mayoría, en su Diario del pensamien­to (1950–1973), ese archivo portátil, del cual los extrajo Karin Biro para editar en francés, hace unos meses, Heureux celui qui n’a pas de patrie. Poèmes de pensée (Payot), traducidos del alemán por François Mathieu. Para algunos el libro será una curiosidad, para otros –me incluyo entre ellos– uno de los acontecimientos literarios relevantes de 2015. No sólo porque nada relacionado con Arendt puede resultar indiferente a quienes nacimos en esa centuria negra, sino porque sus poemas no son, propiamente hablando, excepcionales. Honran, como lo dice Biro, a una tradición alemana de poesía filosófica que acompañó a Friedrich von Schiller, Conrad Ferdinand Meyer o Eduard Mörike. Son tam­bién y lo son fatalmente, carnaza en el anzue­lo para los biógrafos de la judía de Hannover quien acuñó “la banalidad del mal” como la cronista de lujo que fue en el juicio del crimi­nal de guerra nazi Adolf Eichmann, en Jeru­salén, en 1961. Se acepte o no esa hipótesis –yo francamen­te me declaro incompetente para rechazar­lo o hacerla mía– se trata de un asunto esen­cial puesto sobre la mesa por la autora de Los orígenes del totalitarismo (1951), uno de los libros clave del siglo 20, en un nivel a donde sólo llegaron Orwell, Aron, Halèvy o Camus. Los poemas de juventud insinúan, o así quiere creerlo el ojo atento de la compila­dora, el amorío entre Hannah y Martin Hei­degger, vigente entre 1925 y 1930, una vez que ella había dejado de ser formalmente su alumna en Marburgo, trabajando su tesis de doctorado con Karl Jaspers, antiguo psiquia­tra, sobre el amor en San Agustín. Exonerar a Heidegger, en la medida de lo posible de su entusiasta adhesión al nacionalsocialismo –a debatirse todavía cuando murió ella, hoy día incontrovertible– fue una de las tareas más ingratas y discretas emprendidas por Arendt. Fue juzgada la filósofa con la severidad adscrita al caso, bajo la neblina de una rela­ción prolongada más allá de la Segunda Gue­rra, cuando el mundo se quedó esperando (y Arendt primero que nadie) esa palabra de contrición que el autor de Ser y tiempo nunca pronunció, maculando no sólo su vida sino su pensamiento. Heidegger, lo confiesa la poeta, le hizo sentir extraña su propia mano, si cae­mos en la tentación de interpretar biográfica­mente alguno de sus poemas juveniles. Un segundo apartado reúne los poemas escritos en el exilio, entre 1942 y 1961 cuan­do Arendt y su marido, el autodidacta Hein­rich Blücher, tiempo atrás militante comu­nista, hicieron de su departamento en Nueva York el salón por antonomasia de los intelec­tuales judíos neoyorkinos, a los cuales Han­nah se unió sin confundirse con ellos, para bien y para mal, como se aprecia en la recien­te película de Margarette von Trotta, magnífi­ca, según yo. Esa es, en Heureux celui qui n’a pas de patrie, la sección dedicada a los amigos perdidos, lo mismo Walter Benjamin, que el novelista Hermann Broch, quien a diferencia del suicida de Portbou, sobrevivió a la perse­cución nazi, muriendo en New Haven en 1951. La parte final del poemario es la más sosega­da, dedicada a la redención de Ícaro, cuyas alas de cera se fundieron al acercarse el hijo de Déda­lo al sol. De esa última sección, la más imperso­nal y filosófica, he escogido, a manera de mues­tra y borrador, esta retraducción del francés al español titulada por Arendt como “La teoría de los colores de Goethe”. Tras el amor a Heide­gger, la Solución Final y la banalidad del Mal, Hannah Arendt murió cobijada en la vieja y tibia templanza del señor de Weimar: Amarillo es el día. Azul es la noche. Verde la extensión del mundo. La luz y las tinieblas se casan en la oscuridad como en la claridad El color hace aparecer el universo, los colores separan las cosas de las cosas. Cuando la lluvia y el sol fatigados de la querella de las nubes siguen uniendo la sequía y la humedad en las bodas de los colores la oscuridad alumbra tanto como la claridad – Del cielo un arco resplandece, Nuestro ojo, nuestro mundo.

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