¿Qué necesidad de enmendarle la plana a Manuel de Falla y poner en entredicho a Estrella Morente?

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Alfonso ARMADA


Septiembre 19, 2016

La vorágine. El maelström que tan buenos réditos dio a Julio Verne y a nuestra imaginación. El agujero negro. Aventurarse estos días de pasión navideña en el centro de Madrid, ese imán de soledades en mala hora rebautizado (por la estupidez, la zafiedad y la codicia) Vodafone Sol, son ganas de perderse en las muchedumbres. Walt Whitman es uno de los pocos dioses a los que adoro, y dudo mucho de que aún conteniendo muchedumbres se sintiera a gusto el autor de Hojas de hierba navegando las calles asfixiadas de gente hambrienta de experiencias compartidas y ruido.

En busca de una experiencia inolvidable, que se grabara en la parafina de la memoria, asistimos a la última función de El amor brujo que el Víctor Ullate Ballet (así se anuncia, con prosodia que hiere el idioma, pero con acento, para hacer la excoriación más original) llevó al inmenso coso del Teatro Real entre los márgenes de un río que las cifras parecen llenar de sentido, y que nosotros alimentamos con nuestro gusto por la exactitud y la superstición.

El dolor empezó muy pronto, en los primeros compases, cuando las decisiones estéticas dejaron el cuerpo para los restos. El programa reza: 

¿En qué cabeza cabe que para potenciar los compases iniciales del Amor brujo y evitar que la imaginación del espectador vuele por su cuenta gracias al inmarcesible talento de Manuel de Falla y el arte de los bailarines se añada carbón a paletadas: imágenes del resplandor y las ascuas de una hoguera en el gran ciclorama del fondo, humo y el sonido que hace al fuego, un crepitar que competía con la música por nuestra esquiva atención? Era como empezar a enterrar el camino de la emoción desde el arranque. No es de extrañar que los bailarines aparecieran perdidos con semejante saturación de ofertas sensoriales que en vez de estilizar y atizar la sensibilidad del público la estrangulaban. Nada mejoró, sino todo lo contrario, cuando en el segundo cuadro Ullate y compañía decidieron dar un salto mortal estilístico y cambiaron el realismo de la hoguera por un mar conceptual de olas dibujadas con trazos esquemáticos sobre los que rielaba una luna de raigambre pop. Por si alguien no se hubiera percatado, la grabación de un mar golpeando contra una playa imaginaria venía también a enmendarle la plana a la Orquesta Titular del Teatro Real, y completarla. En medio de tantos estímulos costaba recrearse en la técnica y el arte de un cuerpo de baile que volvió a demostrar lo que seguramente Víctor Ullate mejor hace (enseñar a bailar) y en realidad es: Un maestro impecable. Un gran bailarín. Pero con tanto ruido, tanta suciedad en escena, era más que arduo disfrutar del arte que le había llevado allí, presuntamente: un ballet inspirado en El amor brujo, de Manuel de Falla.

¿Qué necesidad había de enmendarle la plana a Manuel de Falla convocando al grupo de dark ambience (¡casi ná, tío Manué!) In Slaughter Natives y los efectos musicales de Luis Delgado nada menos que para acompañar la espantajada de un musical de medio pelo en el que los pájaros de la noche pretendieron que viéramos sobre el escenario del Real el ardor de las fuerzas oscuras? Triste y ridículo, una proeza a la hora de no saber qué vale la pena, qué conviene al espectáculo y qué lo hunde en la nada. ¿Cómo es posible que nadie le haya dicho a Víctor Ullate y a Eduardo Lao que con esa escena (con la música horrísona a todo volumen. Y eso que no tiene uno ningún inconveniente en mezclar tradición y modernidad, jondura y vanguardia, como tan bien hizo y demostró el padre de Estrella Morente, el añorado Enrique Morente, con Omega, mezclando flamenco puro con el rock duro de Lagartija Nick) sepultaban su Amor brujo en la irrelevancia?

Con ese lastre, los hermosos lances que siguieron, con artistas de la talla de Marlen Fuerte, Ksenia Abbazova, Josué Ullate, o Rubén Olmo, amén de un conjunto que baila con armonía, escuchándose, viéndose y compenetrándose, a compás, nada acabó de remontar del todo. Las entradas de la orquesta, que sonó limpia de timbre y tempo bajo la batuta de Josep Vicente, quedaban como el bracear de un náufrago que pide ser salvado. Con el ritmo roto, la historia se acaba desvaneciendo, sin saber el espectador a qué atenerse, cuál fue el drama, y por qué. El cante de Estrella Morente no se integra nunca del todo con el baile, y el baile parece persuadido a ilustrar el cante. ¿Qué nos quiso contar Víctor Ullate? ¿Para qué tanto denodado esfuerzo? ¿Por qué ese afán de alargar una historia que en su integridad primigenia, en la verdad de la partitura que escribió un tal Manuel de Falla, tenía todo para contarnos, baile mediante, una versión del mundo, una pasión tortuosa, una condena? Ni rastro pues de la emoción que fuimos a buscar. Ni un mísero vello se puso de punta. Una pena, aunque, todo hay que decirlo, al público que abarrotaba el teatro le encantó la cosa y aplaudió a rabiar durante minutos innumerables. Será por la pasión que las muchedumbres sienten por las experiencias compartidas y el ruido.

 

**Director de ABC Cultural; coordina el Máster de Periodismo ABC/UCM; editor de la revista Fronterad Twitter: @alfarmada

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