Dejar de escribir, comenzar a leer

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Elsa DIEZ


Septiembre 20, 2016

Josefina Vicens tiene un libro bellísimo llamado El libro vacío. El protagonista de la historia, llamado José García, es un oficinista, un contador para ser más exactos, y su día transcurre sin que entre la salida de su casa y la salida de la oficina vea la luz natural del sol. Las viscisitudes del oficinista no aparecen aquí, al menos no aquéllas que, como en programa cómico gringo, nos hagan pensar que el empleado mexicano promedio de los años setenta (y de la actualidad también) guarde en sí un caudal de gracia y comicidad suficiente para despertar nuestra simpatía y así dejemos de llamarlo de una forma un poquito despectiva Godínez. La belleza de la historia radica en que García quiere ser escritor, y ese deseo da pie a un montón de reflexiones sobre la naturaleza humana que ya quisieran muchos humanistas instalados en el pedestal de la intelectualidad apoyada en severas fuentes bibliográficas.

José García va y viene todos los días de la oficina a la casa y de la casa a la oficina, dedicando el poquito tiempo que le queda a sentarse enfrente de un cuaderno en blanco que anhela llenar de historias imponentes y lenguaje delicado, de fuerza narrativa, de belleza y conocimiento. Pero no puede escribir. Y cree que no puede hacerlo porque hay todo un aparato intelectual que le hace pensar que para compartir lo que ha vivido hay un sólo código, como si la belleza de su vida no tuviera el derecho de ser contada en sus propios términos y en la medida de sus posibilidades. Mentira: no puede escribir porque entre su mano y las hojas vacías se atraviesa el anhelo de reconocimiento y fama. José García cree que no puede escribir cualquier cosa porque los grandes escritores ya lo han dicho todo y lo han visto todo con mejores ojos que los suyos, y además lo han plasmado con una pluma mucho más refinada y educada que la propia. Y tiene razón: él jamás logrará lo que los grandes. Y no lo hará por una sencilla razón que nada tiene que ver con no haber tomado un curso de escritura creativa que lo engañe hasta la estafa. García no sabe que para poder escribir hay que leer mucho, muchísimo; y después de leer hay que entender lo leído y hacerlo nuestro y ver cómo hacemos para decirle a los demás que hemos visto algo maravilloso que nos ha cambiado.

Pero no me refiero a libros, porque García no necesita leer esos artefactos encuadernados para poder ganarle a las hojas vírgenes que una a una van a parar al bote de basura vueltas depósitos de arrugas y esterilidad. José García no sabe, aunque lo hace todos los días, que leer a la gente para luego reconstruirla en nuestra cabeza es también escribirla. Y a cada persona o situación que recordamos mientras no está a nuestro lado la reescribimos una y otra vez intentando descifrarla, comprenderla y completarla hasta que tenga un lugar en nuestra propia historia y nos cambie. García sabe leer y escribir, pero no es suficiente dominar el alfabeto para contar una historia, también hay que entrenar bien los ojos en el arte del parpadeo exacto. El instante de oscuridad que nos devuelve a nuestro interior es el tiempo que apenas tenemos para completar al otro, con errores o no, que está enfrente de nosotros. Y para ese acto también entrenamos cuando al oír a alguien decir "Me pasó algo horrible" evitamos decir "A mí me pasó algo peor"; cuando en el silencio del otro aprendemos a ver el temor o la duda y no indiferencia; cuando al cerrar los ojos no nos vemos más a nosotros mismos sino a los demás.

El esfuerzo descomunal que para José García es escribir, lo sería menos si de pronto supiera que la mitad de la escritura es lectura y la otra mitad consiste en borrar lo que leímos mal. Como insiste en narrarse a sí mismo, cuando cierra los ojos para pensar sobre qué escribir sólo obtiene su propia imagen atorada en el deseo de hacerlo. Y aunque todo esfuerzo es loable, la energía gastada al pensar en los aplausos que recibiremos no es digna de aplauso. La belleza de su personaje está justo en aquello que observa en el mundo y que no logra escribir porque ha olvidado que empeñarnos en adornar la realidad con palabras no la hará menos cruel o incomprensible, ni se hace para ser recordados y reconocidos. Narrar no es adornar, narrar es saber mirar y si la realidad es horrible, dejar que lo sea. Escribir para decir que uno ama en lugar de escribir, y describir a quien se ama no da como resultado sino libros vacíos, por muchas letras impresas que tengan.

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