Abro al azar un libro tuyo y de la página salta realidad

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Alfonso ARMADA


Octubre 10, 2016

El poema que Valentino Zeichen (Fiume, Italia, 1938) dedica a su madre en Metafísica de bolsillo (Vaso Roto, traducción de Pablo Anadón) se titula simplemente así A Evelina, mi madre. Y empieza así:

Y yo lo encuentro, en cierta forma por azar, en mi pupitre del periódico cuando la noche se ha adueñado de Madrid y Mariano Rajoy acaba de abandonar el salón de los pasos perdidos de todas las pantallas de televisión tras anunciar que, de momento, no será candidato a la investidura como presidente del gobierno de España. "No estoy aún en condiciones", dijo.

En el mismo libro, dice Valentino Zeichen: "Hacer literatura suele ser un modo de disimular nuestras propias frivolidades con el ingenio de la puerilidad".

La noche es muy oscura en Madrid a las 21.10 horas de un año que todavía quiere ser nupcial aunque ya dejó de serlo hace varias noches, porque se emponzoñan sin cesar los ríos, las fuentes, la esperanza. Si no me levanto, no puedo saber si está lloviendo. Ni si el frío muerde el tronco de los álamos que cortaron hace meses, aunque es de sospechar que sí, que el frío es ahora más afilado que hace horas, ahora que escudriñamos con más avidez el cielo buscando algún rastro de ese nuevo planeta grande y oscuro cuya órbita alrededor del sol se toma la friolera de 15 mil años para completarla. ¿Tan oscura como en Quito a mediodía? No, es un efecto óptico de los rascacielos abismados al camino de Orellana, que pasa por Guápulo, uno de los lugares favoritos del escritor Javier Vásconez, que nos llevó en su auto mientras nos recordaba que la capital ecuatoriana es una ciudad de zaguanes, secretos, vanos, laberintos, que no acabas nunca de conocer. Que aparenta, pero que esconde. ¿Y quién no lo hace? ¿Es lo que aprendieron los quiteños, que tanto aman (generalizando, ese verbo tan periodístico, en una de sus tristes acepciones) a los españoles? ¿Aparenta Rajoy? ¿Lo hacemos nosotros? Los rascacielos asomados a la ruta que siguió Francisco de Orellana camino del Amazonas antes de que se echaran los fundamentos de esas torres que parecen vertiginosas en medio del día que la óptica de la cámara del móvil hace que parezca crepúsculo sin serlo, que así engañan los aparatos, como engañan los objetivos, como engañan los que se dedican al oficio de jugar con las impresiones, los sentidos, las esperanzas, los sueños.

Me llevó María Fernanda Ampuero a Quito para estudiar el arte de la crónica con un grupo de escritores entusiastas que me ayudaron a escudriñar el cielo de la ciudad, el centro histórico y los arrabales. Me acuerdo de la habitación de mi hotel, al que el chófer contratado por los responsables de Quito crónico, es decir, del Centro Cultural Benjamín Carrión, y de la alcaldía quiteña, rebautizó Johan Sebastian Bach. Una de las dos ventanas del cuarto daba a una gran avenida, como si los anfitriones no quisieran que durmiera nunca, que prolongara el insomnio, que trazara líneas a lápiz sobre la noche de Quito como ahora trato de trazarlas sobre la noche de Madrid, aunque no queden rastro de unos álamos queridos, y la crónica de este viernes en realidad ya no cumpla ningún fin, solo la de desmentir mi propalado deseo de callarme, de decir menos, de escuchar más, de opinar menos, de leer más. De quedarme más quieto. De esperar. Le pido a María Fernanda que me envíe la breve crónica que escribí para dar cuenta de aquellos días de agosto, y que ahora rescato para que no me coma los dedos el copioso olvido, la mínima crónica que escribí después de que la mañana del último de mis días en Quito (¿o fue la víspera?) nos fuéramos en un taxi destartalado a ver de cerca cómo el Cotopaxi ahumaba el cielo de Ecuador, y por lo tanto el cielo de América, y daba miedo, con toda su majestuosa nieve, mientras las llamas nos veían pasar y los campesinos seguían con sus vidas como si no fuera a acabarse el mundo aquella jornada.

"El viejo aeropuerto de Quito, incrustado entre las casas como un pasillo para los sonámbulos, te metía de lleno en el corazón de la ciudad y te ponía un plato de soroche nada más abrir la portezuela a la luz de cóndor de Los Andes. Ahora no, ahora el impecable aeródromo que trazó un tal Correa con su afán de reescribir la historia parece un signo para la CIA de los ángeles. Cuando sopla el viento sobre ese altiplano se estremecen los fuselajes. El soroche apenas es un ponche azul que se va tejiendo a medida que la espaciosa carretera arrancada a las montañas va abriéndose camino como un nuevo Mar Rojo para que el que llegue a la capital de Ecuador se vaya acostumbrando a la luz, a la altitud, a la dulzura del idioma, a la verborrea del chófer que parece trabajar para el Ministerio de la Felicidad

Ayer vino al periódico Olvido García Valdés. Me trajo dos libros. Uno era El arte de perder y otros poemas, de Mirta Rosenberg (Rosario, Santa Fe, Argentina, 1951), que acaba de publicar en su preciosa colección La cruz del sur la editorial Pre-textos. Si afino el oído, escucho llover. Porque se ha ido quedando silenciosa la redacción ahora que ya son las 21:51 de la noche del viernes, y van escaseando las noticias y los autobuses. Como siempre, abro el libro al azar y copio (y juro que no hago trampas).

**Director de ABC Cultural; coordina el Máster de Periodismo ABC/UCM; editor de la revista Fronterad

Twitter: @alfarmada

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