Si los caballos pueden reconocer las emociones en nuestros rostros

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Alfonso ARMADA


Octubre 24, 2016

Leo aquí que los caballos pueden reconocer emociones en los rostros humanos. ¿Por eso tienen cuellos tan armoniosos, tan flexibles, para mirar a los ojos de quienes los montan, para ver si sus espuelas, la presión que ejercen con la cara interna de los muslos, la fusta que para algunos es una extensión de su ira, se corresponde con la verdadera naturaleza de su alma?

Cumplir desaños, cumplir años en la muerte. Los que se van, los que ignoramos. Mi padre cumplirá diez desaños este año. ¿Qué saben algo de eso los caballos?

Una visita obligada cada vez que regresaba a Bruselas desde África o con el Máster de ABC: para visitar el Museo Real de África Central. La monarquía belga se mantiene. La devoción que se rendía hacia Leopoldo 2 ha ido, afortunadamente, decayendo, y el museo ha ido corrigiendo su lectura sesgada de la historia.

"Un bosque sin claros, la imposibilidad de divisar ninguna estrella, ni su luz en su interminable viaje, ni sus haces de dulzura, sin esperanza de encontrarla; una muerte indigna, sin que nadie supiera de ello, sin que nadie quisiera saber de ello, sin dejar rastro, miles de cuerpos en una fosa común, inencontrable, sin ubicación, sin coordenadas, sin nombre. Burton fotografiaría aquella asa en la manera en la que sabía hacerlo, un acercamiento directo, simple, nítido…".

¿Está hablando de algún episodio del horrendo presente en algunos enclaves del mundo, o de un pasado que seguimos empeñándonos en esquivar?

Fuimos al mercadillo de Waterloo, y allí compré por prácticamente nada la caja de Orfeo y Eurídice, de Gluck, con Marilyn Horne, Pilar Lorengar y Helen Donath, con la orquesta y coros de la Royal Opera House del Covent Garden bajo la dirección de Georg Solti. Ya no recuerdo si pagué uno o dos o tres euros. Dos elepés de Decca que estaban intactos, con el libreto y un ensayo de Arthur Hutchings en el que habla del compositor y su reforma de la ópera. Admirado por Mozart, el estreno en Viena de Orfeo y Eurídice el 5 de octubre de 1762, cuando tenía 48 años, junto a las óperas que compondría a continuación, le concedieron el favor reservado a los genios. Basta sumergirse en la escucha de esta ópera (algo que hicimos nada más regresar a Madrid) para convertirse en uno de sus más fervientes secuaces.

"A veces pienso que mi oficio", escribe Leila Guerriero, "no es otro que el de venir aquí y contrabandear poemas que escribieron otros. Después, alguna vez, salir en puntas de pie, quedarme quieta, desaparecer". Siento volver a citarte, Leila, sé que puede llegar a resultar abusivo. Como algunas devociones. Pero es que no me quedaba más remedio. Porque describes en gran medida lo hace tiempo que estoy haciendo aquí: contrabandeando poemas de otros. Y me temo que no me voy a corregir.

Otra vez Sôchô. Y más a esta hora. Pensando que ha caído la noche, escribo como si así pudiera aplazar unas horas más la hora de la muerte. Sea ella la que fuere.

La última cita de Departamento de especulacionesla novela de Jenny Offill que está a punto de publicar Libros del Asteroide, es de un rabino. "Lo que dijo el rabino: Hay tres cosas que tienen el mismo sabor que el mundo que está por venir: el sabbat, el sol y el amor conyugal".

Sôgi (1421-1502), cuentan en la hermosísima edición de Sexto Piso, traducida de forma primorosa por Ariel Stilerman, fue un poeta japonés y monje zen. Considerado el mejor exponente del renga (cuyo encanto surge del ritmo que los sucesivos enlaces, no en vano lo que significa es versos enlazados. Según cuenta Stilerman, el renga es una obra poética que se compone de forma colectiva y produce un poema de cien estrofas).

Mientras todavía estoy metiendo con cautela los pies en el agua de Poema a tres voces de Minase. Renga (donde dialogan silenciosamente Sôgi, Shôhaku y Sôchô), como si estuviera por fin preparando el viaje a Japón que no vamos a dejar de soñar hasta que se convierta en realidad, me llega otro hermoso volumen de Sexto PisoAún queda mucho por hacer, de Rose Ausländer, en versión de Nuria Manzur Bernabéu. En este caso vuelvo al viejo juego inagotable de abrir el volumen al azar. Así doy con Nuestras estrellas.

Es extraño cómo alumbran, cómo alegran, cómo acompañan los libros de poemas, algunos libros de poemas, y más todavía cuando las páginas tienen esta textura marfileña, un gramaje que serviría para dibujar una casa duradera, y una puesta en página que es la de quienes piensan que hay una ética de la atención que es la mitad de la causa. Con estos libros se puede emprender un viaje a pie de días sin fin. Con libros así se puede llegar al verano y más allá. Son libros como lámparas. Por eso no me resisto a volver a visitar a Rose Ausländer (1901-1988) una vez más, y también dejándome llevar por las manos del azar.

Como ahora. Pero antes de abandonar el periódico para volver al río de la calle, me quedo un rato junto a Burton Norton, gracias a W G Jones, gracias a Eduardo Momeñe.

**Director de ABC Cultural; coordina el Máster de Periodismo ABC/UCM; editor de la revista Fronterad Twitter: @alfarmada

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