Los Callados

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Elsa DIEZ


Octubre 25, 2016

Nunca decir algo de lo que podamos arrepentirnos en el futuro, lejano o cercano, se vuelve una cuestión problemática si intentamos calcular siempre las consecuencias de nuestras palabras. A veces decimos cosas que los otros necesitan escuchar o damos por hecho que los demás callan o dicen cosas con el simple afán de complacernos o zanjar una cuestión complicada. Lo cierto es que el camino que recorren nuestros pensamientos desde nuestra cabeza hasta la punta de la lengua está lleno de obstáculos, baches, desviaciones y carreteras con embotellamientos que hacen de la expresión de lo que pensamos más una cuestión de posibilidad que de honestidad.

Las palabras trazan caminos que las personas suelen seguir confiadas porque éstas, en teorías, son buenos indicadores de la pertinencia o inconveniencia de los senderos disponibles. Incluso sin ser enunciados en voz alta, nuestros pensamientos siguen estando basados en palabras que nos explican lo que sentimos, deseamos o debemos buscar porque desconocemos o no comprendemos. Y sin embargo hay personas que no hablan, que no dicen, cuyo camino de la cabeza a la lengua es un laberinto imposible de sortear no sólo para quienes estamos afuera, sino para ellos mismos. Con ellos deberíamos tener cuidado; a ellos más que a otros deberíamos proteger de nuestra necesidad de decirlo todo.

Aquellos que no dan a las palabras dichas en voz alta la importancia que los que sufrimos de verborrea sí, tienen otro modo de hablar que nos corresponde también aprender. Esas personas hablan cuando nos hacen compañía en actividades tontas y aburridas; también lo hacen cuando hacen preguntas sencillas y aparentemente obvias sobre nuestro día; sin duda hablan cuando nos miran fijamente disculpando que hayamos dicho algo que los hirió y acto seguido sonríen perdonándonos todos. Hablan sobre todo cuando no lo hacen y nos ruegan con la mirada que no los obliguemos a decir aquello que podría romperlos y enterrarlos en el laberinto que son sus propias emociones y pensamientos.

Las palabras que enunciamos dirigidas a otros no pueden estar siempre sujetas a revisión; no siempre podemos cuidar que éstas no afecten de un modo u otro las emociones de los demás. Evitar la crueldad es la única forma en la que podemos asegurarnos de que las palabras hagan caminos pero que no obliguen a nadie a tomarlos por su dureza e inefabilidad. Y también es la única que asegura que no tengamos que arrepentirnos y disculparnos de formas cada vez más ridículas e ineficientes. Esos que no hablan, o no pueden hacerlo cuando de sus emociones se trata, tienen paciencia y saben que a cambio de no poder expresarse con la soltura abusiva que tenemos los demás, deben pagar el precio de asentir y sonreír con benevolencia ante nuestras tonterías y falta de tacto pero exceso de palabras. Y al blablabla que les asestamos nos responden tomándonos de la mano y acompañándonos sin soltarnos mientras caminamos.

Esos que no hablan cuando nosotros lo necesitamos nos comunican lo que sienten de un montón de formas más. Nos dicen "me importas" cuando hacen planes para ir al cine con nosotros a pesar de haber tenido una semana agotadora. Dicen "eso me dolió" cuando sólo piden que les demos un momento para continuar el camino sin contestar con una sola palabra hiriente aunque la merezcamos. Susurran "estoy cansado" cuando nos regalan media sonrisa cuando nos despedimos de ellos, y completan ese susurro con un "te quiero" cuando a pesar del cansancio nos acompañan hasta casa y se despiden con el abrazo más cálido del mundo. Los que no pueden volver sus emociones palabras las dicen cuando nos toman de la mano, cuando nos ven con cariño mientras comemos con ellos y les contamos el chiste más soso del mundo, cuando nos dan los buenos días después de una decepción horrible y sobre todo cuando disculpan que hayamos abierto de más la boca.

Cuidar cada palabra que digamos es un precio pequeño comparado con el que pagamos cuando herimos a quienes jamás usarían las palabras en contra nuestra. El precio es que deseemos arrancarnos la lengua mientras los otros, los callados, nos dicen que no hay problema, que aquello dicho con crueldad contra ellos ha quedado en el pasado.

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