Antonio Romero, un torero completo desde la montera hasta las zapatillas
El matador zacatecano Antonio Romero estuvo el pasado domingo en la plaza México. Fue en la corrida de triunfadores de un serial de cuatro festejos al que llamaron Feria de la Cuaresma. Estoy seguro que cuando inició el serial, Antonio Romero soñaba con estar en la final, en el ruedo, vestido de luces, toreando. No obstante, estuvo en el tendido, vestido de paisano, mirando la corrida. Al final del festejo, lo vi subir los escalones del tendido de la plaza México para encontrar la salida. Lo hacía uno a uno, despacio, con dificultad, se apoyaba en los tubos de los pasillos. No causaba lástima, al contrario, causaba, asombro, admiración, respeto. Un héroe que subía la escalera: un torero convaleciente. Cómo diablos es posible que un diestro que estuvo a punto de morir hace quince días en el ruedo de esa plaza, fuera capaz de estar ahí, viendo la corrida. ¿Qué impulsaría al matador a asistir al coso en el que dos semanas antes salió en una camilla gravemente herido? ¿Valor, hombría, afición, vocación, vergüenza torera, superación, ganas de quitarse las telarañas de los pensamientos? ¡Quizá todas juntas! El caso es que el oriundo de Zacatecas de 30 años de edad estaba en el coso más grande del mundo. Sólo Dios sabe qué pensaría Antonio a lo largo del festejo. Quizá tendría envidia de sus compañeros que estaban actuando, porque él quería torear esa corrida. Quizá sólo daba gracias a Dios de llegar por su propio pie y estar sentado en la plaza de toros en la que fue herido. Quizá reafirmaba su vocación de torero. Antonio Romero, con su paso taciturno hacia la salida de la plaza, reivindicaba a todos los toreros, inclusive a los tramposos, porque algunos colegas suyos denigran y envilecen tan heroica profesión. Conforme subía la escalera, Romero limpiaba el honor, la dignidad, el decoro de todos los que se visten de luces, también la de aquellos coletas comodinos y ventajosos que exclusivamente lidian ganado bobo y exigen novillos engordados. En silencio, algunos de esos tramposos sentirán remordimientos en el fondo de su corazón; uno que otro sentirá envidia y respeto por Romero, porque el zacatecano se sintió torero, tuvo el privilegio de pasarse por la panza un toro bravo y no un bobo borrego. Quienes reconocían al diestro que subía la escalera lo detenían a su paso. Lo saludaban con admiración, le pedían que se tomara una foto con ellos. Qué emocionante fue ver subir la escalera a Antonio Romero. Nos daba una lección de vida. Dos semanas antes lo vimos torear con autenticidad, sin cuentos, un toro adulto, bravo, con peligro, el cual le infirió una cornada, el parte médico expedido en la enfermería de la plaza México espantaba: "cornada grave en la zona del ano rectal, profunda, que desgarra desde el esfínter anal hasta el colon; aún no se puede determinar la profundidad de la cornada, pero es grave y pone en peligro la vida". Fueron dos intervenciones de médicos maravillosos las que salvaran la vida del torero; un par cirugías delicadas y dos semanas después el torero estaba en la plaza de toros. "Me siento bien, tengo dos sondas, ya ingiero alimentos", me dijo Antonio Romero. En seguida me permitió tomarle una foto, estreché su mano, le mostré mi admiración y respeto, el torero con siete años 7 de alternativa continuó su paso. Ya se percataron que tiene casta, ojalá el percance provoque que le den más toros en diversas plazas del país, inclusive en La México, aunque la fiesta es muy desigual y sólo hay tajada para algunos cuantos. Está de vuelta el diestro, intacta su afición y sus ganas de continuar en la profesión. Antonio Romero, un torero desde la montera hasta las zapatillas. |
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