De los libros que hermosamente adornan

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A mi madre, la lectora más feliz

Escucho a menudo el lamento, intento no caer en él, que hoy, por las prisas cotidianas, no se lee nada a profundidad, y que esa incapacidad de leer, de sólo poder ojear, es el síntoma de la superficialidad de la época, presagio del fin de la comunicación escrita.

Pero, la Historia, que existe gracias al libro, nos pone en nuestro lugar para mostrarnos que no es cierto que antes la sociedad era mejor: más culta, menos trivial. Los que han dedicado energía a reunir sendas bibliotecas, a acumular libros, son botón de muestra de esa inseparable esencia de no saber a quién quieren más: a las ideas o a las hojas de un volumen. Algunos de estos bibliófilos han sido lectores triviales dedicados sólo a almacenar impresos, quizás sólo por ese perverso anhelo de prestigio y aspiración intelectual.

Por ejemplo: en el siglo 17, la emperatriz Catalina La Grande, una mujer inteligentísima y ávida de reconocimiento social, casada con el futuro emperador de Rusia Pedro III, a quien le organizaría un golpe de Estado, compraba óleos y libros por igual y sin medida. Se cuenta que un comerciante, el señor Klostermann consiguió hacerse rico vendiéndole "hileras de libros primorosamente encuadernados que únicamente contenían papel de desecho".1

En Madrid, un personaje curioso a favor de estas elegantes vestimentas para las casas fue el Marqués de Caraccioli, quien escribió tratados sobre los hábitos de la lectura de sus contemporáneos.

Él ya notificaba que la gente consumía de forma incansable títulos de libros a los que sólo les echaban una ligera ojeada y luego utilizaban de ornamentos; por lo cual proponía hacer una hermosa enciclopedia llamada Diario a la moda que cada mes tendría un color particular para ser una decoración exquisita;2 y cuyo contenido sería efímero, ligero.

En todas las épocas han existido, pues, esos locos que coleccionan libros como si fueran muebles caros: "Quien desee que los libros le proporcionen fama ha de aprender algo de ellos; no debe almacenarlos en la biblioteca sino en la cabeza"3; decía Geiler von Kayserberg (siglo 16) en sus sermones cuando criticaba a los hombres que se jactaban de doctos por sus posesiones bibliográficas.

Hasta el siglo pasado, que no hace tanto que pasó, los libros representaban una herencia material incluida en los testamentos; y no hablamos de rarezas bibliográficas o de valor monetario, parte del patrimonio familiar eran esas hileras de volúmenes de enciclopedias: la universal, la británica, la de los niños, la de los animales, las cuales eran disputadas también entre los deudos.

Los libros siguen siendo para estos tiempos que son nuestros tiempos y que no nos consta sean peores, lejos de su contenido, un valor material y una tarjeta de presentación para quien los posee, es cierto.

Pero también representan el anhelo de pasar algún día, horas entre sus páginas: "cultura es lentitud", decía Dámaso Alonso. Agrego a Palafox y Mendoza, porque al fin y al cabo poseen la paciencia, gran virtud, de que un benévolo lector, siglos después, tenga lo más preciado que se puede tener (hoy en día): tiempo y silencio para leerlos, a profundidad.

*Directora de la Biblioteca Palafoxiana

 

1Marchamalo, Jesús. Tocar los libros. Madrid: Fórcola, 2010.
2Chartier, Roger. ¿Qué es un texto? Madrid: Ciencias Sociales, 2006. p. 58
3Manguel, Alberto. Una historia de la lectura. Madrid: Alianza literaria, 2012. p. 484
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