La tradición en sí mismo

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Federico VITE


Mayo 16, 2017

Muchas personas, desubicadas por supuesto, ven en la literatura un escalón social, un acceso con poco tráfico para la fama e incluso un pasaje para sentirse rebeldes o, de plano, para ganarse el respeto de los otros comparsas con quienes comparten el trabajo, la vida y el cotorreo.

La mayoría de los oficiantes de la literatura saben perfectamente los escaloncitos que debe subir para iniciar su ascenso espectacular en la mal llamada 'carrera literaria', pero hay otros hombres, como William Gaddis, empeñados en mostrarnos que los libros con aportes literarios en mayúsculas son una rara avis, porque hacer un libro grande, no por lo cuantitativo sino por lo cualitativo, requiere del distanciamiento de la publicidad, de ésa que unge a los libros con brillantina para que los lectores extraviados se adhieran a esa historia.

Aparte, claro, deben pelearse con los medios de comunicación consecuentes, los que no señalan el acierto o el error, los que tienen en sus filas a los reseñistas o reporteros que detallan los hechos de acuerdo con el humor del día.

Pero pensemos en Los reconocimientos (Traducción de Juan Antonio Santos. Sexto piso, 2014, 1376 páginas), primera novela de Gaddis, un escritor que se relee no sólo por la singularidad de su obra, sino por el entusiasmo con el que desmenuza, recurriendo a la ironía, la existencia de los ensoberbecidos artistas de la copia, los maestros de la falsificación.

The recognitions, publicada por primera vez en 1955 por HarcourtBrace &Company, cuando el autor cumplía treinta y tres años de edad, fue ignorada por los críticos literarios de sus tiempo; aunque la editorial la anunció en cincuenta y seis medios impresos, sólo hubo tres reseñas que salieron del rango habitual de estupidez para comentar un libro extraño en el que el autor invirtió ocho años de vida.

No me explico cuál puede ser el motivo por el que algunos infaustos no vieron la valía de una novela fuera de lo común. Digo, tampoco es para asombrarse por la ignorancia manifiesta; basta con pensar que en las editoriales mexicanas del centro del país sólo hay un criterio editorial: libros simples, repetitivos, hechos al carbón de otros libros mediocres. No arriesgarse editorialmente también es una forma de construir la jaula de la expresividad literaria.

A partir de 1947 comenzó a escribir por rachas. Gaddis detalla en una entrevista (Paris Review) que hizo un relato basado en el mítico Fausto y de pronto comenzó a crecer el texto hasta llegar a las 1376 páginas.

El autor se confrontó con todos y cada uno de los motivos existencias de Wyatt Gwyon, un pintor que aún cree en el arte a pesar de que su verdadero talento sea la falsificación. Parece exagerado que Gaddis invierta más de mil páginas en mostrarnos la paradoja de un artista que hace copias fieles de los maestros flamencos, pero su libro no es una obra excesiva, pesadona.

Asistimos en Los reconocimientos a la vida de un pintor, traumatizado por la violenta infancia que vivió junto a su padre, un artista que afinaba su talento para diversificar el engaño, con ello el mal, y para aceptar que el mundo está diseñado para ignorar preceptos éticos. Gwyon hace planos de puentes, falsifica cuadros de pintores flamencos, crea exnovo obras atribuibles a genios del Renacimiento, piezas que un multimillonario 'descubre' entre sus trebejos con la intención de venderlos a muy buen precio. El trabajo de Gwyon es excelente: ningún experto, tras aplicar los análisis oportunos, duda de la autenticidad de las 'nuevas obras'.

Veinte años después de la primera publicación de Los reconocimientos, el apellido Gaddis comenzó asonar en diversos ámbitos, no sólo como novelista extravagante, pues el tipo se había convertido en un mito, en alguien a quien se le atribuían proezas incontables. En la siguiente entrega continuaremos con este caso.

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