La tradición en sí mismo (Parte 2)

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Federico VITE


Mayo 23, 2017

William Gaddis empieza su andanada literaria con Los reconocimientos, en 1955. Novela de asombrosas dimensiones que, visto en retrospectiva, coloca la piedra de una catedral iconoclasta, la de los narradores estadounidenses de la segunda mitad del siglo 20.

Da cuenta de la histeria, pero narrada desde un punto de vista irónico, burlesco para ocultar la progresión sentimental de un alma corroída por lo ingrato. Oh, Dios. No somos más que una facha nacida de una réplica, eso parece decirnos el gran Gaddis.

Y explica, en la entrevista que brindó al Paris Review, que él tenía la impresión de que la novela sería inadvertida, porque el mundo editorial explota, para un beneficio mercadológico, justamente los aspectos que él disecciona en el libro. Sin duda, este escritor debe estar orgulloso con su novela, pues el noventa por ciento de los reseñistas no vieron en la trama y en los motivos que impulsan la vida del protagonista una inconformidad vital, casi adolescente, pero no por ello menos legítima.

Estamos reproduciendo el engaño, nos dice Gaddis, y en su discurso es minucioso, amplio. El autor no fue tan egoísta, no sólo observó lo artístico, sino que incluso se dio tiempo para retratar el negocio de la construcción de puentes y la religión como un ejercicio empresarial; por ejemplo, Gaddis nos detalla (casi a la manera de una guía) la gestión de recursos financieros para la canonización de una niña española muerta por un pederasta.

La revista Time publica en 2005 la lista de las cien mejores novelas de 1923 a 2005 y, por supuesto, aparece Los reconocimientos. Este libro que no es monumental por la cantidad de hojas, sino por el exquisito trabajo de la trama, lleva implícito, como si de un embarazo se tratara, el germen una camada de escritores caracterizados por la irreverencia y el gran señalamiento de los errores que hacen de la vida en el siglo 20 un maratón de la histeria: Thomas Pynchon, Jonathan Franzen, William H Gass, Don DeLillo y David Foster Wallace.

Pero de ese aspecto, el de la creación del universo personal desde un margen literario, sólo pensemos en Gaddis, quien toma como eje de acción la vida de Wyatt Gwyon, un genio para hacer falsificaciones pictóricas, y con la idea de la reproducción del mal en la cultura nos muestra la endeble pose de los bohemios, fermentada por los clichés del artista que deriva en una vago sin ideas, un plagiario que se nutre estéticamente en los cocteles; no lee, sin embargo, trata de consumar sus proposiciones artísticas de la manera más cómoda: haciendo escándalos, porque en eso consiste el espectáculo, en crear ruido.

Gaddis inaugura una pista a seguir en la literatura justamente por sondear lo absurdo de un comportamiento megalomaniaco, como el gringo; es decir, no hay motivos para sentirse inseguro en un país que, pensando de manera capitalista, se encuentra en la aún próspera abundancia, pero lleno de copias.

Y tomar la reproducción a manera de credo es justamente el hecho que detona la insaciable inconformidad con uno mismo, pues se es mediante el exacto parecido al semejante, pero no basta creerlo, sino presumirlo. Gaddis comprendió que un país amueblado por las copias es el símil idóneo para explicar la obsesiva búsqueda de la originalidad.

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