¿Exactamente para qué sirve un cuento?

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Federico VITE


Julio 25, 2017

Los cuentistas, quizá por la exigencia de su oficio, por ser una minoría en el ancho mar de las novelas, son ese tipo de personas que en cuanto encuentran a un autor valioso, sin duda y con algo de estridencia, lo comparten; ya luego se aparecen los críticos literarios y todo se degrada. Pero en general, la crítica hecha por escritores plantea siempre y de un modo directo el problema del valor. El juicio de valor y el análisis técnico más que la interpretación, dice Ricardo Piglia. "Pero los escritores intervienen abiertamente en el combate por la renovación de los clásicos, por la relectura de obras olvidadas, por el cuestionamiento de las obras olvidadas. Se trata siempre de probar un desvío; por ejemplo, el modo en que Borges lee a los precursores de Kafka, los ataques de Nabokov a Faulkner: se trata siempre de rescatar lo que está olvidado y se inicia la convención. En el caso de los relatos, si uno habla de modelos tiene que decir que todos cuentan una investigación o todos cuentan un viaje. El narrador es un viajero o un investigador", argumenta Piglia. ¿Para qué sirve un cuento entonces? La respuesta debe ser clara, responde en Crítica y ficción (Anagrama, España, 2001, 225 páginas), se trata de conocer el viaje del investigador.

Lejos de vanidades en un oficio tan arduo como el del cuentista, creemos que Piglia nos intenta dar una palmada en la espalda, en cierta forma abogando por la futilidad del oropel, eso que sólo brilla en los textos, porque la conclusión sería que un cuento sirve para agrandar la hondura sensible de ese viaje o esa investigación.

Dice Richard Ford, a propósito de los cuentos que le hicieron crear puentes de comunicación con zonas de sí mismo que no conocía, que él empezó leyendo textos breves porque encontraba en ellos humor. "No sé si existe un humor sureño, aunque sí sé que el humor está presente en la literatura de William Faulkner y en la Flannery O'Connor, pero no es exclusivo de los escritores del sur. El lugar en el que crecí todo era absurdo. Crecer en un sitio en el que te dicen que las cosas son de una determinada manera cuando cada día tú compruebas que son justo lo contrario, es una buena manera de convertirte en un escritor que prefiera el humor, y el absurdo, a cualquier otra cosa", señala para darnos cuenta de la importancia del reconocimiento del lector en la retícula del texto. Y agrega: "Empecé leyendo a gente que me antecedía, esencialmente a Cheever, Richard Yates, Saúl Bellow, Philip Roth. Comencé a leer a mis contemporáneos y me di cuenta que yo tenía historias que estaba provistas de valores y de estructuras parecidas". Con esta certeza dibujamos una respuesta. Sirve escribir, y leer cuentos, para reconocerse entre los otros como algo que navega entre la futilidad y la hondura temática, entre la ambición y el temor de hallar a los iguales. Por cierto, Ford tiene uno de esos cuentos en los que descubrimos la parte más brillante de un humano en desgracia. Leer Rock Spring, creo, me ayudó a reconocer mis puntos vulnerables y me alentó a seguir buscando autores que radiografiaran los incendios personales con astucia.

John Cheever. A él sólo tenemos que invocarlo para que nos aclare muchas dudas; sobre todo, las relacionadas con la inutilidad del quehacer literario. Cheever se había obsesionado por encontrar pistas que le ayudaran a describir la vida moral en el caos; aunque en el fondo, me parece, se trataba de recoger fragmentos de poesía y con ello aprehender lo ensoñador del mundo que habitamos. Él creía que el inicio de los cuentos, "el vehículo más cercano para entablar comunicación con el lector", era básicamente un hecho que debe cincelarse desde la primera línea. No quería perder el tiempo, señala, no es bueno hacer eso. Para él básicamente se trata de un canal de comunicación, no más, no menos. Lo que ocurra después de publicar un cuento ya no implica al autor; de hecho, se traza el puente sin saber el sitio al que nos lleva. "El primer principio de la estética es o el interés o el suspenso. No puedes esperar comunicarte con alguien si eres aburrido", señalaba para agrandar el espectro de la utilidad del cuento. (Blake Bailey, Cheever: una vida. Picador, Londres, 2009, 770 páginas). "Mis conocimientos críticos con respecto a la literatura, a la larga, se dan a un nivel práctico. Uso lo que me gusta, y lo que me gusta puede ser cualquier cosa. Cavalcanti, Dante, Frost, quien sea. Mi biblioteca está siempre en completo desorden. No creo que un escritor tenga la responsabilidad de ver la literatura como un proceso continuo. Muy poca literatura es inmortal. He leído libros que me han servido de una manera maravillosa y que luego de haberlos usado perdieron esa utilidad en muy poco tiempo", dice el Chejov norteamericano y en cierta forma afianza la frase de Somerset Maugham: "Los escritores nos somos más que decoradores". Ni más ni menos, oropel como ficción.

Lo realmente asombroso es que de todas las influencias que tenemos, de las que nos apropiamos y olvidamos, de todo eso, de lo que vemos, oímos y palpamos, a todo el caldo de cultivo lo convertimos en sustancia narrable y lo atractivo es que sirve para tener una aproximación al ideal de belleza que buscamos. Dicho de otro modo, con todos los trazos que hagamos para solidificar la estructura de nuestros textos, con todos los tropiezos al momento de ejercitar nuestro proceso creativo, con todas las voces prestadas de otros ámbitos, con ello sobre la hoja sólo estamos bocetando nuestro rostro.

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