Los chamacos pues

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Federico VITE


Octubre 31, 2017

El capital simbólico de la sociología literaria, ese aspecto que no tiene que ver con el oficio en sí, sino con los fenómenos de colectividad que protagonizan los involucrados en el continente literario, suele ser un caldo de cultivo bien sabroso; sobre todo, porque se busca legitimar la literatura en aras de algo que no es estético. Dicho de otra manera, hablemos de la pulsión oculta en los discursos de ciertos autores, concebidos como canónicos por sí mismos, quienes descubren -ya sea por la elaboración de una tarea escolar o por la recomendación de algunos amigos- que es posible la validación de su trabajo repitiendo hasta el hartazgo una serie de conceptos mal entendidos: confunden talento con geografía y sobreexposición mediática con inteligencia. Estos humanistas se perciben como socialités, no les basta el oficio literario, no, deben encontrarle actividades de caridad social a su trabajo: consumar la tradición literaria de la ciudad en que viven, limpiar la imagen de la narrativa actual en México, criticar el microcosmos político de su entorno y fomentar la lectura en las clases sociales más desfavorecidas. Como notarán, hablan de bulto, tienen las neuronas apagadas. Con sus debidas distancias, son la réplica más frívola de la señorita Paris Hilton: usan todo lo que tiene a su alcance para potenciar su imagen.

Los canónicos se empeñan en desmenuzar mal el tema y la trama de su obra más reciente. Hablan de sus libros, publicitados en todas partes, con mayor solvencia estética de la que habló Thomas Mann al publicar La Montaña mágica. Insisto: discurren desde la osadía para repetir que lo único importante de un autor radica en el grupo al que pertenece y en la capacidad de autopromoción; además, claro, de la ira desbocada para denostar al otro. No hay amigos para esos espíritus, sólo intereses. Si descubre algunas de las características mencionadas en sus conocidos, tenga cuidado. 

Se toman muy en serio; incluso más en serio que su oficio y un oficio se ejerce, no se detenta como cargo público. Presumen las fotos con los amigos, las fiestas a las que asisten. Postulan simulacros en los que la literatura forma parte de un reflejo proyectado desde la insignificancia. 

Un rasgo más de esos bichos que lideran ciertos espacios culturales es su postura "intelectual de barrio", teorizan desde el ninguneo y defienden el talento del otro -alguien que posee lo que estos bichos desean- recurriendo a la necedad como argumento. Ellos valoran el tronco en la literatura, no los frutos. La peligrosidad de entrar en ese juego -atender a estos canónicos- deriva en la creencia de patrañas como el regionalismo de la literatura, el talento medido por la amistad y el reconocimiento laboral conseguido a través de impactos publicitarios.

Estos bichos no pueden comprender propuestas más allá de los límites de su estética; ven el paisaje y lejos de maravillarse por la diversidad se asombran con el brillo tenue de las telarañas. Fungen como censores de apetencias costumbristas.

El hecho de que un autor aparezca cada dos meses en la lista de los más vendidos no lo hace más talentoso (en el oficio literario) que el resto, tampoco hace más escritor a una persona la constante autoalabanza; mucho menos, que el autor publique en una editorial que posiciona sus mercancías tanto en el Sanborns de Tijuana como en el centro recreativo cercano al río Usumacinta. Se es escritor por la devoción puesta en el oficio, por el desempeño afortunado en el texto, pero a la sociología de la literatura no le importa eso, ya lo he dicho, sino la imagen; sobre todo en la que el escriba corre desbocadamente en pos de la inmortalidad mediática, lograda con la repetición de conceptos ñoños, pero disfrazados de juicios sumarios. La dimensión real para validar la obra de un autor es el tiempo y, por supuesto, la efectividad de su búsqueda estética.

La única salida para quien escribe no es de ninguna manera la sociología literaria, sino el oficio en sí: escribir, corregir, corregir, abandonar el texto. Después no hay ninguna certeza de ese libro. Vaya, ni siquiera hay certeza de que la apuesta emprendida por uno termine en la mano de los lectores ideales, los que buscan en los libros la complicidad, no la megalomanía de los bichos.

Un autor serio, de verdad sabe que lo único y realmente importante que logrará pergeñando tantas páginas durante mucho tiempo en soledad es una simpleza: la imagen de sí mismo. Pero lo sabroso de la sociología de la literatura es la noción de espectáculo que con tanta pasión protagonizan personas en busca de fama. No se han dado cuenta que en realidad quieren ser actores, lo peor es que confunden la lucha libre con el teatro. La belleza de este oficio no radica en el próximo premio que ganen ni en la siguiente beca que les dé un respiro económico, tampoco en la borrachera que acerque al autor con el editor, sino en fundar la virtud de escribir. Y eso, ya sabes, es otra historia.

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