10 de Diciembre de 2017

Mis contribuciones en este espacio de opiniones no pretendían enfocarse en un país o una persona en especial, pero hay que admitir que la persona que encontró el camino más corto entre la telerrealidad y la Casa Blanca se las está ingeniando para acaparar la atención.

Con semejante personaje, lo sorprendente ha dejado de ser sorpresa desde hace tiempo. Su reciente declaración reconociendo a Jerusalén como la capital de Israel es congruente con la tendencia que ha caracterizado su política exterior hasta el momento: es un golpe más en su esfuerzo de demolición de todo factor de estabilización en el escenario internacional.

Después de maltratar a la OTAN, de retirarse del Acuerdo de París sobre el Clima, de cancelar el proyecto de TPP, de someter al TLCAN a perspectivas inciertas, de denunciar el acuerdo multilateral con Irán sobre el tema nuclear, de reducir significativamente el apoyo económico de su país a la ONU, de amenazar abiertamente con atacar a una potencia nuclear (Corea del Norte), de distender los vínculos de su país con dos aliados históricos (el Reino Unido y Australia), de menospreciar a la dirigente de mayor peso político en Europa (Merkel), entre otras travesuras, Trump consideró que todo esto no era suficiente y que faltaba hacer algo más en el punto más sensible de la región que desde hace décadas es la más inestable de este planeta.

En 1967 Israel tomó por las armas el control efectivo de la totalidad de Jerusalén, una ciudad valorada por los judíos y los musulmanes de la región por razones tanto geográficas como simbólicas y religiosas. Desde aquel momento, ningún Estado ha reconocido esta anexión y todos han mantenido sus embajadas en Tel Aviv, pues existía un amplio consenso según el cual el estatus particular de Jerusalén sólo era una parte de un problema mayor: el conflicto histórico entre israelíes y palestinos. Por consiguiente, era importante mantener esta ciudad en una situación "provisional" de indeterminación para preservar la posibilidad de una futura solución negociada entre las dos partes.

Tratemos ahora de penetrar en la retorcida mente del presidente de Estados Unidos para elucidar las razones de una decisión tan radicalmente opuesta a la práctica aceptada.

Para empezar, resulta cada vez más claro que, para él, romper con una convención ampliamente aceptada representa en sí una justificación suficiente: no es coincidencia que, como lo hemos visto, ya cuente con una larga lista de antecedentes en este campo. Sacudir el orden existente, de la forma que sea, debe infundirle la poderosa sensación de marcar el mundo de su presencia, de dejar huella.

Ahora bien, esta explicación no es suficiente por sí sola. Más allá de su tendencia general a sembrar el caos, sigue necesario explicar por qué esta vez decidió hacerlo de esta manera en particular, en lugar (por el momento) del resto del sinnúmero de opciones alternativas a su disposición.

Sugiero que Trump tomó este camino porque esta decisión presentaba, desde su perspectiva y de acuerdo a sus propios estándares, un balance muy favorable entre costos y beneficios, un cálculo que como empresario está acostumbrado a realizar.

En la columna de costos, semejante paso es sencillo de dar si nos enfocamos en el esfuerzo que representó para él personalmente: con tan solo un discurso desde la comodidad de su hogar presidencial en el que el mensaje central se resume en una frase, el mundo entero se encontraba notificado de la nueva postura estadounidense sobre esta muy delicada cuestión. Desde su perspectiva tan peculiar, donde la simplificación extrema es regla, es un tema tan sencillo como el juego infantil de memorización de capitales, y lo puede abordar de manera igualmente sencilla: en adelante, la respuesta ya no será A sino B.

Ya sea por ignorancia, desinterés o una combinación de ambos, el presidente parece pasar por alto las consecuencias prácticas de este cambio sobre la situación Medio Oriente, que por las reacciones ya observables no serán menores. Hacer un llamado a la paz después de tal anuncio es el equivalente diplomático a desearles una buena noche a nuestros vecinos mientras el "sonidero" que hemos contratado está conectando sus bocinas.

En la columna de beneficios, este paso le permite dar por cumplida una promesa que hizo durante la campaña y de esta manera, como lo resaltó explícitamente en su breve discurso, distinguirse de algunos de sus predecesores que habían expuesto semejante intención sin darle seguimiento. Viendo el asunto más allá del palomeo en una lista de pendientes, es preocupante observar como alguna ocurrencia que improvisó en la campañaelectoral se acaba de transformar en una política de Estado de la primera potencia mundial, en una región que ya presenta alarmantes niveles de inestabilidad. En términos propiamente estratégicos, esta iniciativa no permite que Estados Unidos consiga más aliados, pues el único y exclusivo beneficiario de la misma ya era el único país que le manifestaba un apoyo incondicional. En cambio, la noticia sembró desconcierto y críticas en el resto de sus "aliados" y más motivos de odio y rechazo por parte de sus rivales.

Un análisis serio del balance costos-beneficios demuestra que esta decisión fue un error. El que Trump lo haya evaluado de otra manera evidencia de nueva cuenta su pobre capacidad de juicio. A estas horas, los encargados de la política exterior estadounidense deben de estar inmersos en un laborioso esfuerzo de control de daños. Por suerte ya están acostumbrados.

bmichalon@itesm.mx

*Profesor de tiempo completo del Tecnológico de Monterrey, en la carrera de Relaciones Internacionales