La política exterior de México, el gobierno de AMLO y los derechos humanos

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Tomás Milton MUÑOZ


Enero 19, 2019

La política exterior de todo Estado es en gran medida reflejo y resultado de una serie de factores políticos, sociales y económicos internos y del contexto internacional en el que se encuentra inmerso. En el caso de México, la llegada de un nuevo gobierno significó una reconfiguración en las posturas frente a algunos de los temas más importantes para nuestro país hacia el exterior y en sus relaciones con países latinoamericanos, como el caso de Venezuela, lo que ha generado algunas controversias sobre el papel que debe desempeñar la administración de Andrés Manuel López Obrador en la región en cuanto a la protección de los derechos humanos.

A pesar de la reticencia que ha mostrado en el pasado a los temas internacionales, AMLO, al ser jefe de Estado, se ha visto en la necesidad de acatar la obligación constitucional de conducir, a través de la Cancillería mexicana y de su cuerpo diplomático, la política exterior del país y aunque los temas de más relevancia siguen siendo los mismos –como las relaciones con Estados Unidos y otros Estados y actores considerados claves– la actual administración ya ha dado señales claras del pragmatismo que imperará en la forma de manejar los intereses nacionales hacia el exterior durante el sexenio.

Por ejemplo, en sus relaciones con los gobiernos de América y en foros regionales, entre ellos la Organización de Estados Americanos (OEA), la Cancillería mexicana –conducida por Marcelo Ebrard­– aplicará los principios de no intervención y el derecho de autodeterminación de los pueblos, lo que en la práctica significa que el gobierno mexicano no criticará de forma abierta a los jefes de Estado señalados de llevar a cabo violaciones a los derechos humanos, se abstendrá en votaciones relacionadas sobre el tema y promoverá relaciones con todos los líderes del continente.

Prueba de lo anterior fueron: a) la presencia en la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador de los mandatarios de Venezuela, Nicolás Maduro; Cuba, Miguel Díaz-Canel; Bolivia, Evo Morales, y hasta del vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, todos acusados de violar derechos humanos al interior de sus países o fuera de ellos o de coartar la democracia. Y b) la abstención de la representación mexicana de firmar el pasado 3 de enero un documento en el que el Grupo de Lima -integrado por otros 13 países del continente americano- exigió la celebración de nuevas elecciones en el país venezolano e impuso sanciones al régimen de Maduro.

La postura del gobierno de AMLO contrasta con la que se mantuvo en los sexenios panistas de Vicente Fox y de Felipe Calderón, así como durante el malogrado gobierno de Enrique Peña Nieto, cuyas administraciones optaron por condenar y confrontar a líderes de países latinoamericanos surgidos de movimientos de izquierda, acusados de cometer violaciones a los derechos humanos o de ser antidemocráticos, muy en concordancia con los intereses de Estados Unidos en la región.

La aplicación de la llamada Doctrina Estrada, que data de 1930 e incluye los principios antes señalados, será una constante del gobierno de López Obrador, pues le brindará cierta independencia frente a los designios injerencistas de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, le permitirá evocar en algunas situaciones la no intervención en asuntos internos y, finalmente, le dará margen de maniobra para convertirse en mediador ante crisis en países latinoamericanos, como lo reconoció el propio subsecretario de la Cancillería mexicana para la región, Maximiliano Reyes, quien también afirmó que la mejor manera de resolver la crisis venezolana es mediante iniciativas de mediación y diálogo, no de aislamiento (La Jornada, 5 de enero).

En el pasado, las sanciones impuestas por la OEA o por Estados Unidos y otros países a Cuba, y de forma reciente a Venezuela y a Nicaragua, en nada han servido a los pobladores de dichos Estados para mejorar sus condiciones de vida, por el contrario han fortalecido las posturas intransigentes de sus gobernantes frente a los opositores y siguen ejerciendo el poder.

Ante dicho panorama, el Estado mexicano requiere de una política exterior propia, con la menor influencia posible de Estados Unidos y que le permita recuperar el papel de mediación alcanzado en la región latinoamericana hasta finales de la década de 1980; sin embargo, el desempolvar la Doctrina Estrada no evitará que nuestro país responda a una serie de compromisos internacionales para promover y revisar los derechos humanos tanto en el extranjero como en el territorio nacional.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que ya ha tenido contactos con los exintegrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) para retomar la indagatoria sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, no podrá invocar la no intervención en el futuro si se realizan, por ejemplo, vistas in loco de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), que depende de la OEA, ni descalificar informes de otras organizaciones internacionales gubernamentales o no gubernamentales que condenen o reflejen actos violatorios a los derechos humanos, pues de hacerlo perdería credibilidad.

De igual forma, los ojos estarán puestos en nuestro país ante la llegada de más caravanas de migrantes provenientes sobre todo de El Salvador, Honduras y Guatemala, y en la forma en que la administración de AMLO actuará para garantizar los derechos de los migrantes, cuyos países cuentan con gobiernos incapaces de afrontar la pobreza, la desigualdad, la violencia y de garantizar democracias funcionales.

Finalmente, para entender la formulación de la política exterior del actual gobierno mexicano es necesario destacar al menos tres factores, el primero de ellos es que cuenta con un importante bono democrático tras la victoria obtenida en las urnas en julio de 2018, lo que le da legitimidad para modificar el rumbo tomado en las últimas tres administraciones y que consistió en seguir sin cortapisas los decálogos emanados de Washington en demérito de las relaciones con América Latina y el Caribe.

En segundo término, está el hecho de que la principal relación de México en materia de política exterior seguirá siendo la sostenida con Estados Unidos, por contigüidad, historia, interdependencia económica, financiera y de mercados laborales y por los poco más de 11 millones de personas nacidas en territorio mexicano que viven en la Unión Americana. Esta situación tampoco significa que nuestro país deberá seguir cumpliendo con el rol de comparsa o de víctima, según la ocasión o el presidente en turno que ocupe la Casa Blanca.

Por último, está la membresía del gobernante Movimiento Regeneración Nacional (Morena) al Foro de São Paulo, fundado en 1990 y en el que se encuentran partidos y grupos de izquierda de América Latina. Al formar parte de este mecanismo, se entiende que el gobierno de AMLO comparta posturas, principios y valores promotores del Estado de bienestar, contrarios al modelo Neoliberal; empero, bajo ninguna circunstancia se justificaría que desde el aparato diplomático mexicano se defendieran las acciones de presidentes en el continente que han llevado dictaduras, pobreza y desolación a sus pueblos.

*Doctor en Ciencias Políticas y Sociales. Profesor e investigador de tiempo completo adscrito al Centro de Relaciones Internacionales de la UNAM y profesor de cátedra en el ITESM Puebla.

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