Fragmentos sobre El viajero del siglo
Recurrir a la memoria para viajar al pasado es un acto de fe
I Recurrir a la memoria para viajar al pasado es un acto de fe; omitir es el verbo transitivo predilecto del olvido; olvidar, según Andrés Neuman, es la segunda labor de la memoria: Sin ubicación exacta, pero perteneciente a lo que José María Pérez Gay llamó nación tardía, entre Sajonia y Prusia, se encuentra Wandernburgo: en el ingreso cuelga una advertencia sobre la dificultad de salir, más que de entrar, pero a Hans no le importa: viajero que recorre, llega y se instala en lugares desconocidos hasta que el aburrimiento lo expulsa. O eso cree. O eso sucedió antes de omitir el letrero disfrazado de amenaza y conocer a Sophie Gottlieb: escuchar es una de sus cualidades y al hablar se nota el ritmo y cadencia de sus oraciones: como si estuviera a punto de cantarlas, en palabras de Hans. Como dicta la lógica, Sophie no sabrá su futuro: prometida de Rudi, obligada por su padre: conocido como señor Gottlieb, es el patriarca de Wandernburgo y su éxito en la importación de té y comercio de textiles convirtió a su familia, hasta antes de su retiro, en pudiente: adjetivo y antónimo: pobre: el organillero: sin más, es mi mejor nombre, así se presentó ante Hans; el organillero, como si fuera un omnipresente en la trama, musicaliza El viajero del siglo, la cuarta novela de Andrés Neuman. II El viajero del siglo es un trazo de umbrales de lo que conocemos por novela, es por ello la cursiva en la palabra. Uno puede llegar a cuestionarse si la obra es poesía disfrazada de novela o viceversa, o crónica de viaje, o texto académico donde se teoriza la política y la migración, la frontera y la república, la sociedad y revolución, la función del escritor y el libro como objeto, o bien, un libro sobre y de traducción oculto. O todo lo anterior. Pero los umbrales, o fronteras, no sólo se perciben en la estructura de esta obra de Neuman: los personajes hablan sobre el territorio. Como el narrador de Ahora me rindo y eso es todo, que desarrolla la idea de un país borrado y sin fronteras, donde apaches, mexicanos y gringos iban y venían sobre la región, así, sin ni restricciones: territorio de nadie y de todos: sitio que no conocía límites y que en la actualidad tiene encima un muro: construcción física e ideológica, como sucede también con las divisiones que se marcan dentro de un país, ya sea México, Estados Unidos, o cualquier otro: segmentaciones por estados y regiones. Las fronteras se mueven como los rebaños, los países se reducen, se dividen o expande, los imperios empiezan y terminan, dice uno de los personajes en medio de una conversación álgida en El viajero del siglo, para argumentar sobre el lugar que ha sido sajón, prusiano, medio francés y casi austriaco: Wandernburgo. Neuman invita al lector a cuestionarse sobre el origen, la patria, el sitio donde vivimos y los cambios que se ha producido con el paso del tiempo. Lo anterior ocurre en medio del amor y delirio. Hans ve pasar las estaciones del año sin saber por qué no puede salir de esa ciudad, como tampoco puede conseguir sacar de su cabeza a Sophie: ha sido poseído. El tiempo corre y crea una rutina y, con ello, ambos, Sophie y Hans, se ven envueltos en un juego de engaño. Esa complicidad creada por la traducción de poemas: pretexto: ambos de acuerdo pasan tiempo juntos en el cuarto de una posada rodeada de libros, diccionarios y enciclopedias. Tardes de sexo y traducción, donde las fronteras se unen. III En El viajero del siglo el lector aprecia cátedras ofrecidas por los personajes: traducción como reescritura, poesía como canto: porque los viajeros en el fondo son como los músicos o poetas porque persiguen sonidos, dice Hans entre las páginas. Debate: Sophie y Hans: "Forlorn!, reanudó ella vocalizando con suavidad, the very word is like a bell / to toll me back from thee to my self… Simultáneamente, Hans fue anotando en sus papeles la versión que ella leyó en seguida: ¡Olvídalas! La propia palabra es la campana/ que al repicar me lleva desde ti a mi ser solo./ ¡Adiós! La fantasía no es capaz de mentirnos,/ Duendecillo engañoso, tanto como es su fama./ ¡Adiós! Se desvanece tu lastimero himno/más allá de los prados, sobre el callado arroyo,/ por la ladera… y queda sepultado en lo hondo/ de los claros del valle: ¿acaso ha sido/ una visión, o un sueño como los ojos abiertos?/La música se ha ido. ¿Duermo o estoy despierto? Sophie releyó la estrofa. Anotó desaparece junto a se desvanece (quedaría más contundente, dijo cruzando una pierna), escribió ha volado junto a se ha ido (perderíamos una rima, aclaró quitándose un zapato, pero quedaría más fiel, así la música volará igual que un pájaro) y sumergido en vez de sepultado (así dialogaría mejor con el arroyo, explicó dejando caer el otro zapato) […]". Y así se la llevan Hans y Sophie, traduciendo: Torquato Tasso, Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Samuel Taylor Coleridge, William Wordsworth, John Keats… poemas en voz alta: a cuatro manos, escriben. Hans sobrevive con este trabajo, la paga viene de una revista que se encuentra en alguna parte de Europa; ella lo hace porque quiere estar con Hans, porque tampoco le importa engañar: revolucionaria de la época, se sabe poseedora de su cuerpo y defiende sus ideales contra lo que piensen los demás, incluido su padre; argumenta, expone y refuta a Hans, Álvaro, Levi, su prometido Rudi, el profesor Mietter… pese al recelo.
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