¿Cómo no enamorarse de los libros antiguos?

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Diana Isabel JARAMILLO


Abril 07, 2019

En días de pantallas luminosas, de Fornite, de mensajes de voz para desear "Feliz cumpleaños" y el Quijote en audio, rindo homenaje a ese objeto sencillo, de simple manejo, ese paralelepípedo de papel que simboliza las infinitas facetas del genio humano: el libro. Pero aun más venturosa: esta es una carta de declaración de amor a los libros antiguos. Esos, los raros, los a veces ilegibles, los que han sido cuestionados por existir, por ocupar un espacio, por requerir de cuidados especiales o recursos extraordinarios para su conservación. Los libros antiguos quienes, sin embargo, son tan leales que guardan, por decir lo menos, la memoria de nuestra sociedad.

De lejos parecen libros, solo eso. Es decir, como cualquier impreso tienen hojas entintadas (aunque en color negro, sepia o sangre. Caligrafía deslavada por el agua o el sudor de algún lector. Algunos, soberbios, oro en sus capitulares), dibujos (grabados con la técnica de la xilografía, que es la placa de madera tallada), cubierta (pergaminos que envuelven las hojas cosidas con hilo de cáñamo), tipografías (algunas góticas, otras no tanto, otras en lenguas indescifrables, pictogramas), ornamentos a modo de plecas, encajes para enmarcar las portadas, títulos de las obras descansando en construcciones barrocas, ángeles sosteniendo la advocación, enredaderas florales para adornar la licencia del rey para imprimir.

La atracción entre el libro antiguo y yo fue inmediata hace más de tres lustros. Quería que me contara sus historias, conocerlo, olerlo, hojearlo, clasificarlo, entenderlo y cuidarlo. Quiso la diosa Fortuna detenerse en mi jardín y me concedió trabajar con él. Pero esta epístola no es para hablar de mí, sino del códex nacido antes de los tipos móviles de Gutenberg y hasta, quizás, mitades del siglo XIX, estrictamente, indican los más sabios, hasta 1820. ¿Qué de maravilloso está en correr el riesgo de aspirar el polvo guardado por siglos y morir envenenado? me dirían los seguidores de la moda del método del orden, donde no hay cabida para el apilamiento.

Junto al libro antiguo sucede que uno es un niño: siempre hay cosas con las cuales emocionarse, saltar de alegría, derramar alguna lágrima de felicidad, de nostalgia o de asombro. Desde la Estética: la mayoría, aun después de la proliferación de la imprenta, tiene una manufactura delicada, detallista, personal e idealista. Cada uno de esos libros fue hecho para un lector sediento destinado a realizar un cambio humanista, mecánico, espiritual; a no permanecer incólume tras su lectura. Cada uno significó el tesoro para alguien. Casi todos maravillaron a algún incauto.

El libro antiguo no ha dado respuestas a nada. Antes bien, ha dejado con la sensación de impotencia, pues a la humanidad no le va a alcanzar el tiempo para encontrar, entre sus páginas, el mensaje urgente que tanto necesita. Sin embargo, permanecerá allí, aun cuando nos hayamos ido, pues es el testigo de que la tecno (técnica) sobre la que habló Aristóteles, esa manera de ser que nos define como humanidad, nuestra esencia, la extensión de nuestro pensamiento está representada en ese hermoso objeto virtuoso e inabarcable que dio pie a la torre de Babel, a la Historia y a la Ciencia, pero, que también, a tantos siglos de su aparición, sigue sin tener una definición exacta. Dicho lo cual, si me preguntan cómo describo a ese amor de pulpa de celulosa, lo pondría en palabras de Borges de la siguiente manera: tiene rincones divinos, "casas antiguas, jardines con palmeras que bajan hasta el río, antiguas iglesias, casas modernas, estilo colonial. Una tiene una ventanita de reja que da a un jardín donde se pasea un pavo real."

* Doctora en Literatura hispánica, profesora de tiempo completo de la Universidad Iberoamericana Puebla, editora y estudiosa de la cultura libresca; aunque lo que le encanta es ver cine.

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